Al llegar a la orilla del Gran Cañón comprendió que la única posibilidad era cruzarlo pr el cable que unía el otro lado.
Sonaba Paco de Lucía y bailaba ella; la invitación era directa aunque el abismo era brutal. Tenía poca indumentaria y los dos años y tres meses de bagaje con el que había caminado, la mayoría de las veces, sin ponerse un horizonte; en tantas otras con demasiado ansía para desbrozar sendas por las que nunca antes se había pasado, aunque estaban marcadas por pisadas de la admiración por diferentes músicas que les han mecido, inspirado o lanzado, como podían ser las de Bob Dylan.
Había llegado al lugar porque, haciendo dedo, se había montado en un auto loco con el que viajó en una sala con la posibilidad de estrellarse en cada momento.
Cuando se bajó de la tarima, todo el pánico por un fracaso como el del día anterior, se había difuminado porque estuvo rodeado de complicidad y aquiescencia.
Si la caída podía ser gloriosa pero se fue armando de paciencia de ver las partituras y leerlas. Ya no sería posible comenzar como había hecho siempre, lanzarse y la vida proveería; en la carrera le podía servir porque las había realizado durante años; pero aquí, era un niño gateando.
Cogió orgullo santiaguista, era un 2 por cuatro de libro, para un pasodoble, con un sostenido en la armadura. Los primeros pasos parecían posibles. Alguien le aviso que en la tercera revuelta después de haber subido dos pequeños montículos.
Antes, en aquella mañana ventosa; comprobó como se producía un pequeño balanceo en el cable. Las continúas semicorcheas hacían como la entrada en una esponja que le ralentizaba cada nuevo intento de avance.
En sus oídos se habían impregnado los sonidos del pasodoble que oía cada comienzo de fin de semana. Los quería tocar con los dedos, pero siempre se escabullían, pese a que había ido bajando el tiempo que tardaba en llegar al nuevo lugar.
Se le nubló la vista, no sabía si el pánico había llegado a su culmen y el siguiente paso eran las tinieblas.
No, era la emoción y las dudas por todo lo que no estaría haciendo bien para poder compartir la belleza con aquellos, para él, maestros de paciencia infinita que le invitaban a descubrirse a pesar de ese maldito cable de San Vito.
El río bajaba desbordado; allá la corriente tenía hambre, pero él, un kayak con el que posarse.
Seguiríamos buscando lo que ayuda; no era lo mejor, avanzar a ciegas con este cable tan estrecho y estos vientos tan insaciables.
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