Juana, con precedentes en indagación y suflés, salió muy de mañana hacia el metro, precedida por Evaristo, el del quinto levanta y Sosias, sin ningún otro parangón, del primero derecha.
Acudió al médico muy dado este a preguntas que en otros hubiera llamado inquisitoriales; él, científico en estudios, las calificaba de verificadoras; ella, no le quedaba más remedio que asentir, aunque preguntarle por el tamaño; podría tener un sentido antropométrico pero el pertinaz dolor de cabeza, en ella, no creía que se relacionase con la dotación de él.
Subió por una de las calles paralelas a la via principal. Allí, intuía que encontraría el sonido que se le escapaba en cada uno de sus intentos desesperados por afinar un oído mal educado.
Los brazos la picaban y creía recordar el porqué, ya la había sucedido varias veces y aún creyendo que había puesto el remedio, este no había sido del todo eficaz.
Sentada, enfrente de la majestuosa obra, olvidó todas las prevenciones que le nacían de sus repetidos fracasos; saco de su bolso la hoja en la que tenía diseñado un viaje por la memoria de los sentidos y se dispuso a darle lectura y luego orden.
Ignacio había aparecido unos minutos antes, por un lateral de la plaza; no tenía más destino que el de merodear entre la gente y los escaparates de la tienda. Descubrió un oasis de paz, no era lo que iba buscando, pero necesitaba atarse una de las zapatillas; el cordón había sido pisado por alguien y él había caído de bruces sobre alguien tan absorto en otras cosas que no le había devuelto una contestación a sus acomplejadas disculpas
Refugiado en el oasis, se agachó para hacer las pertinentes lazadas, a la vez que giraba la mirada para contemplar, desafiar a aquel ser del que se había alejado, él, menospreciado, transparente.
Durante el tiempo en el que había realizado las dos lazadas que aprendiera de niño con aquella tía, tan risueña se habían instalado en su mente toda una secuencia de situaciones que fueron acompañadas por un ritmo casi imperceptible, que parecía guiar a Juana.
Recordaba, con la angustia de entonces, con el cariño de ahora, las implacables demandas de su padre para que no olvidará entrar en casa y dedicarle un tiempo a lo que de alguna manera amaba pero le creaba la angustia de perder en esos días de fiesta.
Se metía en un aula con una especie de león hambriento que ponía a prueba todas las prácticas que le habían demandado para esa semana. Como un gladiador aprendió a ponerse las mallas de las repeticiones, la coraza de cimentar lo mínimo y el casco para recibir algún medido mandoble que le hacía comprender que no todo estaba trabajado.
Cuando bajó la cabeza y vio que todo bien enlazado e hizo un último gesto de afirmación para apretar esa atadura, en su corazón la miraba a ella y medía aquella canción que la ayudará a comprender que llegaría sólo hasta un mínimo, pero la animaba para que fuera con plenitud. Era fundirse en un acto de amor, pero habiéndose entregado sin cálculos a futuro
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