Erase un lugar tan lejano, tan frio, tan oscuro que pasaba que nadie lo podía alcanzar, ni reconforta, ni entrever.
Pasaban años y si te quedabas mirando a la luna, o a algunos que te habían enseñado a descubrir por los telescopios, la niña pensaba que debían ser por allí, más o menos, el lugar tan incierto como el de la Mancha, donde nada debiera suceder.
Sucedió que un perro guiaba un día a una persona, bueno no, un gigante, grande, de zancadas kilométricas, de bufidos salidos de las entrañas de la tierra; pero por lo que parece, en el tema de saber donde iba, era más bien torpón, más, era capaz de ir hacía el Sol, que nacía y resulta que ya se escondía
El perro tenía una paciencia infinita, cuando oía por donde echarían el día. Así que desde que salía, empezaba a beber agua, porque seguro que por más de un risco correrían el peligro de ¡ay!, ¡ay! que se despeñarían.
En esas habían andado, y a él fuera Turco, Pistón o aquel que atado a una furgoneta, la lengua para adelantar enseñaría, El caso que para salir de aquel atolladero, debieron empezar a atravesar un lugar tan oscuro que las estrellas se confundían, tan frío que las piedras se juntaban para rechinar sus dientes, y tan lejano, porque no sabían el fin donde se hallaría quien había desistido y a otra ladera había ido.
El perro paciente no encontró otra solución y aquel gigante, que comprendió su zozobra, le habló y le fue compartiendo una luz, un abrazo cuando se junta y una mano con la que le acariciaba para saber que le tenía a su lado.
Debieron pasar horas, interminables y entre las fuerzas agotadas, los pasos ya tan pequeños y el calor de la santa compaña, entrevieron una luz, tan diminuta, tan tenue, intermitente que sólo atinaron a agarrarse al hilo de aquel brillo, para llegar, después de pasar un canchal, un arroyo y sotobosque, a dar la mano a su aquel otro hombre, arisco, pero del que emanaba una luz, como la de aquel gigante, aunque a este, ahora, le encontramos cruzando cielos
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