Existe la tentación de hablar de
Sila como aquel que primero subió a la montaña de nuestro pueblo. Él era mucho
más, tan actual que cuando empiezan a contarles historias de los horrores de
los perdones ajenos, sabía que esos habían existido siempre, menos por parte de los que conmemoraban aquellos sacrificios. Aunque han pasado 40 años de su
desaparición y cincuenta y dos de aquella coronación, los muros siguen
devolviendo sus reflejos y absorbiendo las estupideces de los demás como
argamasa para dar consistencia a una mente que destruía los estereotipos de entonces y de los como él trazan mismas sendas.
Cien años después de la
llegada de Pat Garret a la entrevista con Billy el Niño, él andaba intuyendo
todas las traiciones que harían que el ciudadano que se fía de los grandes
emporios, por eso, por enormes, por magníficos, porque se habla de ellos por
todas partes, sin que se analizará sus porqués; estos, como agradecimiento a su
condescendencia y perdón hacia ellos, le dispararan por la espalda.
Sila conocía, ya
entonces, impresiones sobre los muros de lugares sagrados en los que se rememoraba
a quien había sido la jefa de unas cheerleaders, femeninas porque su valor había estado en las armas, se diría ahora, pistoleros.
Cuando rememoraba aquella imagen veía cabalgando por los campos a los
señoritos, montados en preciosos corceles árabes, seguidos de pobres que
querían mantener el orden de recibir las migajas de aquellos engreídos
incitadores que tenían como objetivo mantener sus riquezas, concediéndoles sólo su
condescendencia para dejarles existir. Eran ellos, los que picoteaban, mientras
asesinaban a quienes les decían que todo ser humano tiene derecho a vivir con
dignidad.
Nuestro héroe cuando
subió aquel pico vio que las eléctricas, la banca, los grandes emporios no
eran más que él; observó que sólo se preocupaban de nutrir a las nubes que
estaban por debajo de él y que tenían como único mérito ser la que de forma más
desvergonzada meaba chorradas sobre hordas de ansiosos bebedores de lluvias
doradas, soñando encontrar éxtasis, mientras señalaban a los de al lado, sus
ellos; criticando su diferente forma de ser.
Cuando descendía,
satisfecho, tal vez soberbio, de haber sido él mismo quien había superado todas
las dificultades, se fue dando cuenta de los pepes, quienes le hablaban de la belleza
del camino por recorrer; de las olorosas azaharas de las que recordaba los encuentros que había detrás
de cada curva trazada; en la memoria de Iñaki se regodeó por todas las carreras juntos, que le habían mantenido en buena forma física. Por los canchales, Raúl
parecía quitarle todas las pizarras que querían rasgarle. Paró tomó aire, soltó
su soberbia y por una abierta ladera, lanzó su mirada por la que encontró las
miradas amorosas, serías, divertidas de quien le habían acompañado en su vida.
Bajó la cabeza como gesto de reconocimiento y más de humillación y quiso recorrer por unos segundos el
tiempo compartido con ellos. Había gratitud, escribió aquel entonces, pero la
convicción de querer subir otros retos.
Siguió bajando,
hasta mirar a los ojos a aquel petimetre, él mismo servidor de sus amos que
concedía regalías porque alguien tenía la suficiente falta de decoro para pedirle dinero por castillos en el aire con cimientos de torres de miradas falsas
y murallas vacías de proyecto, con barbacanas podridas por las que podría caer
en el foso de la inmundicia quien ahora le regalaba una bolsa, como se le puede
dar al cuatrero, por cruzarse cuatro ojos.
Entré en nuestro
espeso bosque, contó Sila; por allí, cegado del sol, por las espesas copas,
trenzadas con las mentiras vertidas, con las que sabían podían trabajar,
impunes, sin chocar con la claridad que te muestran los impolutos cielos. Iba
entre penumbras, chocando, ahora con Blanca, despojada de su piso, porque una
multipropietaria, sin nombre, había decidido aumentar su riqueza, burlándose,
todas las que como ella, más fondos de inversión, buitres, subvertían la
Constitución que nos habíamos dado y a la que tanto aclamaban, porque se dejaba
mancillar por todas sus tropelías de desvergonzados actos.
Nuestro
atemporal, Sila, allí, entre hayas, alcornoques y robles, pero agarrado por los
pies por zarzas; zancadilleado por raíces emergentes, engatusado por aligustres
que aliviaban sus picores, encontró al inefable Antonio, parecía contusionado por la caída desde el caballo de su soberbia, le había tirado, cual Saúl, e intentaba comprender la luz que le iluminaba; su mente
parecía quebrarse entre las excusas que buscaba de seguir un bien último,
definitivo y ver que los pequeños pasos de cada día, de su Yoli con mantilla,
cristianizada por una papa guay pero que estaba esplendoroso mostrando su cueva
más de un Ali Baba, iban en dirección contraria. Aquel hombre, maestre de
edificios de compromiso; empezaba a vislumbrar como aquel morada era
agujereada por muchas fallas. Él, que había declarado bocazas a los que decían
los horrores de una Amnistía para actos sin violencia, permitidos por los que
luego serían sus acusadores, cuando entre estos seres falsarios antes se habían
sucedido defraudadores, traidores, especuladores, ufanos por su inmunidad. Los
dos se mirarían, escrutadores para desentrañar los errores cometidos y
valientes podrían enfrentarse a un nuevo futuro.
Sila y Antonio, cuando siguieron descendiendo juntos, llegando a la plaza
del pueblo, buscaron quitar de en medio a quienes se proclamaban mediadores
para encontrar la verdad; formaron un corro y decidieron escucharse, fuera de
las alharacas de los que te ponen collares, que terminan siendo cadenas en los
que apresarte.
En esos días, aunque comentaban proyectos próximos, comunes, nunca se
dieron la espalda. Nuestro héroe porque, estupefacto, habían oído tantas y
variadas opiniones expelidas como veneno de quien hasta en aquellos tiempos
había tenido un lenguaje común. En el caso del tatuado pirata, nada peyorativo, sus remilgos venían porque siempre había sabido que podía haber seres particulares, pulcros,
investidos del conocimiento del derecho, que podían conculcar cada una de las
leyes que habían estudiado, por algo tan bajo como su futuro y el de sus
vástagos. Estaba orgulloso, por lo tanto de su ecuanimidad, y parecía vivir muy por encima de las
apariencias; en el fragor de su lucha desde aquel su barco, no supo distinguir entre
quienes podían ser sus enemigos y quienes podían ayudarle; de tal manera que
lanzó andanadas de tintas de ira y odio contra quienes, como él, se enfrentaban
a quien él llevaba años y libros denunciando por todas sus traiciones a la
sociedad.
Sila siguió siendo actual, superando los obstáculos que iban sembrando
las ambiciones creadas por los creadores de dependencia. Un día, se imaginó a
un Javier del Pino, pisando entre las púas sembradas por los creadores de
opinión, y hablando de lo real, el derecho Constitucional a la vivienda y
ofreciendo soluciones. Sólo nos quedaba actual; en el País Vasco, ese espacio de sublime belleza y seres ecuánimes que tanto nombraban como un mantra para generar odio; la realidad era muy otra,
espacios dotados para abaratar los precios, porque nadie debía especular con un
derecho humano.
Aquel corro del 15M, Antonio, no daba
cabida a los chalaneos con quienes impartían bendiciones o traiciones a sus
obreros. Sila, te lo escribió en aquellos muros, cuando bajó de aquella atalaya
donde vislumbraba las debilidades y los límites de las mentiras de quienes parecían ser la cúspide de los mundos
por alcanzar