A lo lejos una ventana abierta, es un cuadro de otoño; los amarillos llegan a su zénit de contraste de una forma sublime.
Quieren dibujar un cuadro para la destrucción pero el lecho de hojas caídas acoge esperanzas de las que nos teñimos nuestra cabellera. Una mano se pasea por ella, como para apaciguar miedos.
El río salvaje derrama piedras para que nos dañe; no contaron que nos subiríamos a ellas. Les vimos en las orillas rabiando, como para imprimirlas más fuerza. Nuestra opción fue surfear sobre ellas y despreciarlos.
Erri de Luca y su Napátrida que es su Nápoles descrita a brochazos de relaciones intensas sobre colinas humanas que le crearon dependencias como las pequeñas en las casas taladrados por los pernos de las ventanas vecinas. Allí el sudor se refugiaba en una despensa que aísla del verano tórrido y el invierno de los fragores de los aromas volcánicos despeñados sobre las dársenas. Existe ese lugar en su cerebro que lo expulsa con frases que ajustan cuentas con el pasado por si este quiere rebelarse y lucrarse con dependencias.
Lo expulsa y le dice ahí te quedas; por avisarle que ya no le pertenece.
Las hojas de los árboles del Mediterráneo salen a posarse sobre las olas. Se ha derramado la decencia del soberbio, aunque débil, humano.
Quisieran ser salvavidas, pero sobre ellas se escribe la indecencia de la sociedad europea de no ver al humano diferente más que como testigo de su extremo egoismo
Hojas sobre olas saladas, son comidas como los huesos de quién sonreía cuando en su plaza, la madre le enviaba un beso con alas, que en las aguas se deshacen. Entonces le abría las carnes, pero se las reparaba la esperanza de devolverla tanto amor; hoy un escualo certifica su muerte con dientes humanos afilados y sin dios, aún elevados a peanas
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