Cuando contraté un profesor para mejorar mi escritura, creí que había hecho la mejor de las inversiones; de repente; en el cuarto mes del curso, llegó la revolución.
Cerca de mi casa habían empezado a construir un edificio con un rampa que terminaba en un salto de 5 metros, sobre una piscina, que ya sabemos era la previsión pero que nunca sabe uno si al final, lo construido, va a ser un cubo o Alovera Beach, aún más pequeño por su desaparición.
Mi mujer, que desde lo de la escritura, me miraba con una cierta condescendencia, me mandaba a freír gárgaras, como si eso se pudiera hacer sin agua, porque lo de la sartén, sólo era cuestión que saliéramos a las rocas del Timanfaya, a más o menos metros de donde habitamos ahora. Lo de aquella casa fue un sindios: mira que podrás hacer cabriolas, decían unos; otros, alababan el buen gusto por un lugar tan céntrico en el agua, más en los maremotos. Toda una experiencia, añadían como último comentario.
A mí el director del curso, Juan José me animaba a que pusiera un poco de cordura en aquel galimatias. Obediente escribir sobre aquel hombre venido de Marte y que se había quedado a habitar entre los argentinos.
Había huido de su planeta porque lo habían tomado los utópicos y llega aquí, contempla el panorama y se adentra en el Mar de la Plata, pero este sin rampa.
Aún así y pese a su alivio por esa ausencia, cae de culo. Una mala caída, no lo vamos a negar.
Había llegado porque creía haber oído al último anarquista y cuando se despierta, este se había convertido en una estatua y a su alrededor, folgaban, se mean los mismos que años antes habían vendido el país a los cuatreros, eso sí, uniformados de forma impecable
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