A mí, con el número tres, me han incorporado a la nada. Miro a un lado y a otro, con pasillo de miradas conocidas, pero es avanzar un poco y ya sólo, me veo irrelevante para los que, dos segundos antes, tenía una visión de algun momento conjunto.
De lo que no me puedo recuperar es de mis repeticiones de ese Minueto de Bach, con el que intentaré deleitar a los oyentes a final de mes. Mira que lo he tocado más de 100 veces, pues nada, que sigo fallando y entonces se me aparece esa calavera pirata que me dibujo mi profe, y me recuerda: solfea, solfea José y yo le digo que no me lo repita más, porque: ¿y sí de la repetición ese solfeo, se me clava en la neurona y termina derivando en "soy feo"?, por esa costumbre, algunos dicen que mala, de minusvalorarme; pero, sonrío y le confirmo que he comprendido; me veo delante de las partituras, activo mi mano, mi pie y mi vista al frente para subirse sobre una ola; pero los ojos no eran "mi capitán", necesitaba todo mi cuerpo en esa travesía.
Cojo cuatro negras, un tresillo y dos corcheas y voy pisando en cada una de las notas para subir a la nave. Desde abajo una sonrisa de mi mujer me llega en forma de un nuevo abrazo; ella ha reconocido el ritmo que nos hemos impuesto cuando estábamos haciendo el amor. Con la cabeza, además, parece decir que soy incorregible, pero que otra cosa podría hacer si sobre cada centímetro de su cuerpo descubro un mundo en el placer que experimenta. Cuando lo hacíamos las primeras veces, los primeros meses, ella pensaba que tenía un obsesión enfermiza por el sexo. Nos llegamos a separar porque me veía en una adicción y no quería tomar parte de ese problema . Con el paso del tiempo, aún resonaba el reproche que me hizo de no haber hecho nada por ella en aquellos largos meses, que me siguen escanciando recuerdos; cuando, por una inmensa casualidad, debería haber partido a Oklahoma el día que nos encontramos, nos vimos uno enfrente del otro, hablando por el móvil, a un vacío, los guardamos, en un instante y en el otro, estábamos besando, en una isla desierta, de la que nos dimos cuenta que habíamos salido, porque caímos en nuestra cama; sin apreciar que habíamos cruzado un mar de miradas, que sólo rebotaban sobre los acantilados que habían instaurado nuestras ansías de volver a ser, mutuos exploradores.
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