Escribo ideas, en mi cuaderno de siempre, que se esconden momentos después. Reclamo mañanas para adormecerme tras la angustia de visitar vacíos
Veo un agua que arrolla, cuando creía que emergíamos de nuestros días repetidos. Salíamos de lugares comunes, nos olvidamos de los horizontes y fijamos nuestros ojos en la cresta del siguiente pentagrama. No desesperamos cuando teníamos que repetir las notas incluso entre los dedos que recorrían nuestra espalda para crearnos sus propios mapas.
Al pasar una hoja se transcribían muros ante la simpleza del vistazo y manos que te llevaban a sus zonas más recónditas, cuando paciente te dejabas llevar y te quedabas prendado en sus toboganes en los que sentías el vértigo de descubrirte en lo que jamás soñaste ser.
Te asías, ceñudo, al catalejo de descubrir cada gota de suspiro en el que creías haber encontrado su recóndito punto g; una voz te avisaba, cuando bajas por una cuesta pronunciada al valle: deja ese artefacto y siente el viento que metes en las velas desplegadas, aspira los aromas de unos tresillos que se encierran en compases para saltar por las cataratas, cogidas de la mano de las semicorcheas que fabrican arco iris donde paladeas la explosión de saberte aprendiz de tiempos para colocarlos emergentes cruceros a placeres, antes de extraños, ahora de compañeros, aun siendo tu ahora, sólo, alborotador.
Salvo mi pie derecho de los estresantes cambios de humor de corcheas sin ton, tresillos tralara, semicorcheas de chin pun chin pun o blancas de abrasiva repetición. Sólo lo quiero en zumbido negro, aunque la señora me llame mena
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