Camino por una moción de censura, para saber si la cabra que he comprado, podría acompañarnos en nuestra gira; por lo pronto ella me da leche y yo le canto una nana. No existe seguridad que eso nos vaya a funcionar.
Me escribe, a cambio, mi representante; nos conocimos en un telesilla, cuando yo no sabía que el esquí de travesía era subir foqueando por los diferentes lugares. Cogía el asiento pasaba a la otra orilla y hete aquí otro pico atravesado. Como un loco iba haciendo fotos y las mandaba a un lado a otro, para lucirme. Un monstruo me creía.
Fue la cabra, la montesa la que me dijo que de forfait nada, que me olvidará de ellos. Ya me tenían calado desde aquellos años por Sierra Nevada en los que los momentos de asueto los utilizamos en pincel y pintura, con un cierto éxito, culminados con una pillada aún más .
Ahora que preparo un monedero que pueda ser saqueado por las entradas para oír a Bob Dylan, siento que esa montaña la tengo que subir, porque podría escuchar un Desolation Row tocado en el piano, por ese ser que me parece la culminación de un viaje a su descubrimiento en cada uno de sus días. En uno de los picos de Andorra me puedo encontrar cuando limpio mis pieles de foca, que en el saxófono empiezan ya a ser los sostenidos, los bemoles y todo el juego que Joseph Haydn ha preparado para que estas nuevas cadenas de picos los vaya subiendo con las botas del ritmo al que debo escuchar; los piolets del teclado que debe buscar el sitio justo donde anclarme, no para pararme, sino para continuar. Me pide, también, que me active con la memoria de lo que me ha enseñado el paciente profesor.
No me quitaré el gorro, como no dejaré de escuchar el solfeo de cada una de las nuevas melodías, que en el caso de Dylan es un libro abierto a ser travestido.
Las gafas las adaptare a las luces de los picados que se mestizan con los soplos que tienen su importancia porque dicen que así se insufló vida y, ahora, descubrimos que era porque en esos vientos, nace los mundos que crea la música
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