Ella rasga el suelo con los zapatos que marcan pasiones. Él también rasga su guitarra como un sortilegio para hablar de los mundos que se le acercan.
No poseo, ni una cualidad, ni la otra; en el agua, busco descifrar las líneas que necesitan la pericia que tanto me costó adquirir en días blancos de invierno, insertados en coches y piraguas, verdes esplendorosos con aguas sin bufanda, otoños de caidas que suponían levantarse en bocanadas tras buceos.
Me imagino que ellas tendrían mañanas oscuras y tardes sin estrella, como tuve bajadas vergonzosas por el Henares, despreciando el casco que repele inesperados rasguños, cubrebañeras que tapan las partes pudendas de una piragua que está ensamblada a su poseedor y que repele las imágenes de esos efluvios.
Pertenezco a las noches sin senda, por creernos dios, sin ser Neptunos. Hoy, sin la periodicidad de mis maestras, entro en el agua perteneciendo al cuerpo y en esa hora me voy transformando en parte de la pala, del kayak que necesitan de mi plena consciencia para recorrer las olas, montadas en sus crestas que le retienen para saborear otros materiales en los que buscan sus debilidades para quebrarlo y que también le pertenezcan como aquella cámara nueva que cayó en la poza de salida del infranqueable que no se lo devolvió a su dueño y a nosotros nos impidió conocernos en esos momentos de éxtasis. Una hora después abandone la pertenencia a los dolores para ser pasto de unas gotas engarzadas con la pertenencia a las esencias de la eternidad en la que escribo: este día es imborrable, como lo creyó Ovidio de su libro “el arte de amar” que ha sido bendecido en tantos inexplicables tálamos.
Volver a la periodicidad es hacerte consciente de lo básico. Prescindí de las enseñanzas de un buen docente, Juan Manuel, para darme más tiempo a conocer cada una de las partes del kayak al que amarraba mi cuerpo como el guitarrista busca las longitud y el ancho de un mástil, las vibraciones de unas cuerdas que en el futuro serían las de la garganta de tu cerebro que exhalarían tus imágenes de montañas que te sudaron ser poderoso, tus sueños sobre quebradas de picos a infiernos y cielos, de deseos a los que te abrazas cuando ya sus dedos se fugan a otros, ansiosos ilusos, que sólo atrapan lo que se diluye.
De aquel pasajero maestro, tome sus apuntes, de forma clandestina para no utilizarlos jamás y ayer en el agua comprendí su tiempo dado a los cimientos de un kayak sentido por las pantorrillas, que podría darte, tiempo después el sentido a un esquimotaje mecánico, con las claves de una cadera dúctil y una cabeza no cotilla.
Soy más, en la guitarra y en la danza, como el furtivo que piensa haber comprendido un lenguaje nuevo y se da de bruces con la mirada perpleja de sus interlocutores que se extasían ante la osadía de un explorador de montañas, desde los mapas de sus atlas juveniles.
Daría esas suplidas carencias ante una sociedad que sólo quiere ser bajada para contar un experiencia que tenga rango de gran viaje, pero sería el ignorado eco que en una noche de primavera repite la sonoridad buscada en un idea incendiario. Solitario, te quedas con el reconocerte en tantos días de diferentes humores.
Queda pues el reposapiés consciente de la presión para cambiar rutas o conseguir remontar las corrientes que te arrastran y con la que debes pactar ángulos para llegar a orillas que ya se habían ido y que te convierte en humano y no gota que no vuelve al mismo sitio por donde pasó.
Quedan poderosas los cuádriceps como húsar para equilibrar los balanceos al agua en el que ahora no sueñas fundirte.
Queda la pala, medida y equilibrada en sus agarres, que antes fueron explorados para manejarse en lo excepcional.
Y todo en el cuerpo fundido en lo imprescindible, incluso para no despreciar los arroyos, secos pero con lanzas inesperadas o telarañas que te dan besos hasta derretirte
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