A algunas columnas, las conozco en exhibiciones de desfile; quieren que las temamos y a ante ello, ser nosotros es un compromiso.
A mi columna, la debo respeto porque ante mis encuentros por los paisajes en los que me sumerjo, me reclama una atención; que la libere de los contraídos músculos, justos, también, vengadores por mis olvidos. Ellos reciben los pasos de mi necesaria oración profana.
Con la exclusiva columna escrita que se vuela en la puerta de entrada en mi regreso a casa y que se ha ido tejiendo por los pasos, cada vez más mínimos, entre variapintos terrenos y coloreados por los horizontes de los actos que me significan; mis pies son los bolígrafos invisibles, poderosos sólo hasta que, calmados de sus pesos trasladados, sentado ante una hoja en blanco, pierde la tinta que prometía hacerte dios. Mejor lo cuenta Leila Guerreiro.
Un día, la tomaré, la columna; me subiré a un atrio de los que aparecen por los que me escabullo y como ella, Leila, al exorcizar en su voz, descubriré que si no me lanzó al abismo, las palabras serán emparedadas.
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