Recuerdo que en el coche de ayer que, a gran velocidad, parecía no querer parar ante un paso de peatones, asomaba en el capó el cerebro vacío de su conductor.
De cabeza era también como rematábamos debajo de mi ventana. Entonces no había ni un 10% de coches, en mi calle, de los que ahí ahora.
Uno pasaba, y de tres a seis cabezas se ofrecían a rematar. El objetivo era un balón, por lo cual no le podemos llamar embestir a ese uso de la testud para esos fines.
De una manera más brusca nos metíamos en la cueva que había en el barrio. Siempre debíamos dar una chocolatina a la bruja que había a la entrada. Ella nos dejaba pasar, agradecida, alguna vez nos contó que unos primates, a parte de llevarse la comida de sus hijos, la daban una patada.
Nosotros brutos éramos, no lo podemos negar, de hecho cuando ya dentro de ese lugar descubrimos que cada escritura estaba hecha sobre una mullida superficie. Los primeros días solo nos dio por repasar los murecazos que luego teníamos que imprimir al esférico, que fue un nombre que nos hizo mucha gracia cuando lo escuchamos la primera vez.
Luego si, nos intrigó lo que allí ponía. Fue Monty quien nos la tradujo; para mí que a su manera. Parecía como de una vida paralela a la lógica. Decía: "y llegaron los sabios y nos pusieron espejos, voces y cielos". Nos afirmaron que aquello era el principio de todas las cosas. Yo, que a veces bailo flamenco, pensé para mí, ¡Vaya estos parecen los primates!
Si lo pienso, que no, haría asociación entre los que están fuera, pateando porque no se entre a conocer sus grandes verdades. A la bruja, por lo que veo, me resulta más práctica. Cobra, no tiene que justificar nada y luego, nos afirma que no era para tanto ¿A qué no?
Salimos con hambre, pero no, nos devuelve una onza. La sonrisa si, siempre.
El otro, no; tan solo afila la bota
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