Existen lugares azules como el mar, donde acuden seres que lo quieren como único; el número puede varias pero, es innumerable y más en esta época que llaman postpandémica, muchos se han quedado mirando las mismas horas mirando al horizonte infinito de agua, como en su habitación miraban el barco en empopada que nunca le permitía escaparse hasta conectarse con los hechos de una vida.
Nacen ciudades en verano, que como almohadas mezclan los tics y los pam de una música ignótica con las que te abrazas a un instante de tu vida, del que no querrías salir, porque la comunión con cuerpos y miradas te embarca a la isla de los placeres infinitos. Como a Robinson, el tiempo es el barco de rescate que te lleva, a veces maltrecho, otras, inadaptado a un lugar donde se van cangrenando las cosas cotidianas.
Están, siempre, los lugares que nos señalaron como ese nido, donde fuimos dejando trozos de cascarón, con lo que nos permitió durante unos años volar entre lo desconocido y explorarnos a nosotros mismos, con la incertidumbre de la debilidad de los cimientos de edificios que no habían sido construidos con la consistentes pajas trenzadas por los padres, ni las seguras escaleras de sus miradas.
De forma inconsciente, o no, en el tramo final de tus búsquedas, te refugias donde antes tuviste unas caricias robadas.
Mezclar esas opciones vitales: confundir una pared con las pantallas reflectoras del sonido creativo puede ser una falta del respeto no de quien quiere alargar la noches hasta convertir ese espacio en el after, sino de quien sabiendo que aquel espacio, protege el sueño de quien permanece en el tiempo en ese lugar, lo sabotea con su desidía y su dejar hacer, como pérdida su mente en aquel desierto de agua.
Cuando el grito sale, su eco le repercutirá tanto tiempo como el que se toman para dormir quienes en las horas irrespetuosas provocaron su acto de violencia hacia el descanso de los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario