He pasado debajo de la casa; iba corriendo y ya la oscuridad de un incipiente otoño te hacía sentir la bondad de la chaquetilla añadida.
No había ninguna ventana abierta. Sus habitantes están lejos en esta época, pero he visto que entreabría los ojos y la boca mojaba los labios, como un inicio a relamerse.
Tenía cuidado de donde pisaba, un suelo irregular y un tobillo que siempre espera el próximo giro brusco que hunde una seguridad que, te recuerda, es caduca.
Cuando, poco a poco ha ido abriendo los ojos, se ha mostrado sorprendida, no esperaba que un río pasará al lado del camino. Ha fijado sus ojos rectangulares y con su faro, ha lanzado un clic a los ciervos que estaban esperando mi cansancio para bajar a beber agua. Estaba ya de espaldas, y estoy seguro que la casa no quería llamar mi atención pero lo ha conseguido con un pequeño destello que he podido ver al desequilibrarme. La puerta, su boca, se entreabría y mostraba sus fauces que pelaría un edificio de titanio; del balcón de su nariz se ha exhalado hielo para que sólo he podido eludir por mi chaqueta amarilla. Un pájaro que no pudo eludir su acción se ha quedado congelado levitando a 30 centímetros del suelo, por aquí hay mucho gato suelto.
Con su mirada, centelleaba la codicia de saciarse con tres ciervos que es lo mínimo en su dieta semanal. Desde la placidez de la luna llena se podían ver sus ojos inyectados en ansías. Yo, no me había dado cuenta que podía no ser por mí, al fin y al cabo, para ellos, soy un tirillas.
Ese edificio solitario, recibe la luz de la luna, por su espaldas; de hecho, a estas horas es capaz de taparla y reducirla, pareciera que por su poder; es soberbia, por cruel y poderosa esa casa, luego caerá bajo el peso un sólo rayo que le destroce sus pelos tan repeinados, que buscó relucir con la gomina de 8 placas. Ahora, enfundada en ese manto, este se alarga como para cubrirme. Lo rechazo introduciéndome en un espeso bosque. Ya sólo avanzo entre intuiciones; quizás mis pies desarrollaron unos ojos, que guiarán mis piernas. A estos ojos, tejidos en golpes, les deberé cuidar más que a los que me han permitido leer y cantar las letras de Bob Dylan. Prescindir de las gafas y confiar en el cuerpo que genera defensas.
En ese chispazo de mi mente pretendo recrearme, pero esa casa, que me ha perdido como alimento, como Polifemo, siempre tendrá a mano los ciervos que confían en la protección de la naturaleza, aunque nunca comprenderán, menos en la piedra del sacrificio, porque han sido entregadas a ese insaciable cubo, que les reducirá a detritus. Es en ese momento cuando lanza un terrorífico vahído, aún más helador, aún más punzante, ya, casi desollador. Los decibelios abarcan las más variadas frecuencias, sin llegar a afectar a los lobos, que en un festín lanzan dentelladas mortales sobre diversas víctimas con el fin de edificar un aquelarre para una despensa invernal.
Cuando esa manada, convertida en jauría se me acerca, envalentonadas por esa paralización, de mis ojos extraen un miedo atroz, insertado en su memoria, por visualizar su casi extinción. Comprenden que si siempre han cazado en grupo y perdieron la mayoría de sus miembros, algun poder debo tener. Uno, que pretende ser el líder, hace un ligero intento de acercarse. Como será su terror que, tumbándose sobre sus patas traseras, con las delanteras sella su boca. No narraré mis actos más que por la cara de pánico de ese osado, que tras unos eternos minutos, se ha sentido seguro para levantarse y huir junto con sus mansos congéneres.
Tras esta treta, la casa, como para advertirme que nunca se rendirá, abre todas sus puertas y el olor hendiendo de cadáveres a medio comer, de huesos explorados a dentelladas, con carnes recién desgajadas que supuraban una sangre ennegrecida por una pánico atroz que pudrió los tubos antes límpidos y sin obstáculos. Encontré viajando a cada una de las briznas de terror en gotas de esencias que podrían atravesar el poro más avisado de esos invasores. Cuando poco a poco, mi mente se ralentizaba en mis impulsos por intentar andar y huir de algo que al invadirme me colonizaba para por fin, conseguir su fin; un ejército de abejas me empezó a rodear. Su zumbido sajaba cada una de esas gotas inatacables; a través de esas hendiduras, obtenían las esencias que eran transformadas en lo que luego sería miel.
Esas miles de abejas, necesitaban mi colaboración con la quietud de cada uno de mis músculos. Pese a mi impulso por seguir siempre corriendo, paré y ahí, desnudándome, entre dudas, de mis miedos, que eran cientos de cauces para mis gotas que desembocaban en un jacuzzi, desde donde participe en la contemplación de la mayor serie sobre el genocidio de aquel olor nauseabundo, a manos de unas incansables y cirujanas abejas.
Después de aquella danza, cuando
fueron a transformar aquella basura tomada, liberada de sus dañinos gases, a su
colmena, reemprendí mi carrera. Con la luna, apagando algunos dioses soles,
decidí que haría un esfuerzo para descansar sobre su cuna. Acudían los acordes
de Glenn Miller y los terrores pertenecían a sus amos, que los trataban de
evangelizar entre bíblicos advenimientos de males fruto de no ser qué, deseos
de igualarnos a ellos. ¡a ellos! Suena el timbre de la risa de su prepotencia, cuando eliminamos nuestras sumisiones
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