lunes, abril 12, 2021

Viento. Escuchar susurros

 Una persona agita el instrumento. Lo recorre con una velocidad creciente. Quisiera rasgar las cuerdas que suponen las compañeras de su clase. Pasa cerca de algunas, de otras se aleja. Busca sus propias armonías.

El sonido, camino al cerezo en flor de una primavera más dura, es Eric Clapton tocando un solo en "My back Pages"; para ello, nuestro personaje acelera o se desliza como el ingrávido ser que surfea sobre los rincones más extraños y a la vez,  maravillosos de encuentros con las hierbas que dibujan nacimientos.

Recuerdas el final de esa canción,  tras la letra de nuestra canción, como un Neil Young necesita retorcerse para extasiarnos con encuentros con planetas y estrellas que nos diseña Daniel Guirao; en la danza, el bailarín exprime entre curvas su cuerpo para extraer la esencia de plasticidad que comunica una autenticidad como el blanco que asoma por los cerezos que a punto estuvieron de morir.

 Tú, en brumas, piensas que ha merecido la pena convertir el gimnasio en la guitarra que desplaza a sus oyentes sobre la ola de las neuronas desbocadas que te paralizan por la explosión de una primavera que ansiaba el agua que apagará el fuego de un tiempo extraño.

  Y si, busca la quietud, se ancla con fuerza a la contemplación de pequeñas protuberancias, llenas de sentido, curvando de una punta a otra el cuerpo, ya más cargada la espalda, las piernas y un cuerpo que soñó recorrer cada senda para encontrarse con animales con los que compartir esa quietud que describe tantas tormentas vivida Sabe que en un instante la fuerza del viento le llevarán a las orillas de aguas de múltiples colores y vestidos y por un tiempo, no encontrará ese instante eterno que le llene a M.Tambourine, cantado por los Byrds con Dylan.

  En ese tiempo de nueva salida al mar, como capitán,  diseñara rutas con las fuerzas por las que son empujadas velas de un cuerpo en transformación; guiado por las constelaciones de Luis Eduardo Aute con las brújulas terrenales en la voz de Rozalen o una Silvia Pérez Cruz que marca un paraíso ante el cual hundir la nave

 Cortázar ante la ventana transforma los miedos en paredes sobre los que aparecen árboles estrenando nuevos vestidos, quizás imposible de llevar por sus personajes, encerrados en un ciudades con alcoholes como cielos y cuatro paredes, como horizontes sin puertas.

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