Existen imágenes muy hilarantes, ensoñadoras, esperanzadores para quienes nos dejamos embalsamar en un mundo de paz. En una aparecen una gallina y un perro, que protagonizan un juego de persecución del primero hacía el segundo.
Nos hace añorar la clásica persecución a nuestro padre que se hacía el perseguido para nosotros buscarle con un ansia que nos violentaba nuestras inseguridades y a nuestro progenitor le proclamaba nuestra dependencia de él: responsabilidad y orgullo.
Enfrente, uno grabando y otros humanos, de forma amorosa divertidos parecen proclamar que el encuentro podría ser el de todos los seres, incluso del universo.
Intento imaginar todos los miembros de esa familia, acudiendo a un pueblo, mi pueblo; les voy presentando las diferentes partes: la plaza, el alambique, el camino al cementerio, la bella visión de los cañamares y me dirijo a indicarle que hemos vuelto a tener animales domésticos: la gallinas, de forma estable.
Veo a a la familia que las cuida; no me he fijado mucho, pero, ignorante, les pregunto que hacen con una de ella entre los brazos.
Está estresada, me dicen, se escaparon dos perros que también pasan su tiempo por aquí. Nadie les había dicho el nombre de las gallinas, pero el olor les había invadido su instinto durante dos o tres semanas.
Cuando, se les abrió la puerta, sabían el camino y lo recorrieron para ver que las gallinas estaban fuera del corral. Hubo un encuentro, pero fue el de la vida, el de la supervivencia.
Cuando salen del pueblo, no piensan ni en los de la tercera fase, ni en bar de la frontera entre la Alemania oriental y la occidental, ni en su perro, ni en la gallina; han visto a la naturaleza encontrándose
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