Creo que mi suegro está contento conmigo. Cuando llegué a su vida, me lanzó una mirada como una daga buscando el corazón del jabalí herido, para avisarme que no consentía que le quitara algo suyo.
Yo, que sigo apasionado en las pequeñas cosas que me unen a Mari, le temí en un primer momento porque le veía, en cada instante, dispuesto a arrojarme su estilete.
Hubo un día en que salimos a hacer piragua y él se quiso apuntar. Cedí y creo que lo he pagado con creces, siento que me minimiza.
Ahora, cuando cuenta sus hazañas a los amigotes en las tertulias que tienen todas las noches, utiliza metáforas que me ha ido oyendo sobre las acciones descendiendo o las medidas previas.
Creo que ha descendido 3 ó 4 veces, pero parece querer robarme mis más íntimos sentimientos de solidaridad, de miedo, de fracaso que en muchos casos no me abandonaron hasta muy tarde.
Si, en las ya escasas veces que desciendo, soy un brasas es porque de forma inconsciente quiero ahorrar a mis acompañantes todas las debilidades de las que hice gala, para ahorrarles esos momentos oscuros y que amen y sientan parte de la naturaleza, como ahora reconozco que fue aquel tiempo. En estos tiempos de mucho campo, me doy cuenta que como clochard, vagabundo, pero búsqueda la estancia en el campo.
Mi suegro habla de los pasos, de las "corbatas", de los saltos en un tono festivo, habiendo, tan solo, bajado el Tajo enjaulado de Morillejo a Trillo, el Tajo en el embalse de Entrepeñas y poco más. Trata de dar fiereza y empaque a un pequeño estrechamiento. Lo que para unos parece un viaje estratosférico, para mí, y él lo sabe, son esas conversaciones intranscendentes que se diluyen como azucarillos y de las que no recuerda si se hablo sobre el tiempo o sobre un dolor puntual de un día que no sabía cómo iniciar la conversación.
Ella nos mira, condescendiente, a veces, risueña, otra enfadada porque no sabe de nuestra capacidad de poner un final controlado. Alguna vez nos ha expresado su temor, por el descontrol anímico en el que caemos con tanta facilidad.
Mari, como Joan Margarit realizó en algun momento de la vida, nos ha llevado a unas tablas para que representemos uno, las piedras vivas que tratan de golpear, atrapar a kayakistas; el rol del otro ha sido el del agua que busca llevar por caminos imposibles para sus visitantes para castigarlos.
Después de un calentamiento exhaustivo, con juegos de voz, de ritmo y de introspección nos hace que nos sintamos dioses saturnales, tratando cada uno de devorar a quienes les desafían.
Nos movemos, agigantamos nuestra presencia con aspavientos, saltamos buscando los muelles más heterodoxos para que nos aproximen al cielo; buscamos desde allí, parecer dioses que lanzan rayos para destruir cualquier atisbo de rebelión.
Ella nos felicitaba y nos incitaba a girar, girar y girar para provocar un tornado con el que mostráramos nuestra capacidad de meter en otra dimensión al osado.
Me tomo con sus órdenes y su cadencia, quise serle fiel a cada una de su requisitoria. Noté lo mismo en José, mi suegro.
Ella, no llegó a entrar en medio de nosotros, soberbios. Nos dejó desgastarnos.
Simplemente, cogí una reflexión de Sergio Cabrera en el "avivir" de hoy domingo: la izquierda en España tiene la oportunidad de abrir caminos en una sociedad modelada desde la derecha durante siglos.
¿Cuántas sociedades ideales anidan en una tertulia de 5 personas?. Por supuesto 5 y perfectamente estabuladas.
Sobre las tablas yacemos yerno y suegro, boqueando, derrotados, incluso, aún sintiéndonos eternos.
Cuando levantamos la vista, observamos una mesa surtida de nuestros alimentos preferidos. Ella, nuestra directora, hija y esposa, ha proveído este espacio para que en la lucha entre la piedra y el agua que la golpea, comprendamos que la primera recibe un dulce refrescar y la segunda, que al ser desviada conoce otros caminos ajenos a sus seguridades
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