miércoles, noviembre 18, 2020

Escucho ladridos

 Amanece entre brumas. No sé si la estufa de pellet se encenderá a la primera o a la segunda. Hemos quedado con mi interlocutor. Estoy contento, ha decidido venir a mi terreno. 

Un buen café tendrá y la habitación de abajo la he decorado con un kayak, símbolo de un tiempo de encuentros y zozobras. He trasladado varias fuentes de calor para que no nos despistemos con tiritonas que nos ponga en el dilema si es por frío o por no decir cosas ciertas, que nuestra conversación termine en fracaso.

Es el señor corzo quien rompe el hielo: ¡Cómo se te ocurre pillar al pequeñin!.

Como si no le oyera le digo, hombre, no aproveches que la noche me despita para lanzarme uno de los tuyos, por un lado y otro, a continuación, por el otro, voy en un estado de exaltación permanente. Se lanzó alocado contra mi ruidoso coche, sólo porque la mama había cruzado la carretera. La debía querer, pero ¡corzo! piensa un poco.

Además, ¿no erás tú quien iba en el coche de atrás a ver si aceleraba?, me reafirmo, hasta acusarle de una forma que creo impune

He seguido impertérrito, lanzado, agrio, taxátivo; no tú, sin embargo, o el conductor que al llegar al Raso, ha acelerado como si mi parte trasera le hubiera escandalizado.

- Él ha insitido, ¿no te miró el pequeñin en el último momento? 

- En ese momento he sentido que tenía que coger el "toro por los cuernos"; porque si, el quiso pasar veloz, pero creo que no supo calcular la velocidad de mi coche. Quizás un poco de matemáticas, hubiera sido mucho, al menos asi lo afirma Ramón, ellas son esenciales para todo.

Tengo sus ojos clavados en los míos. Leyendo estos días Svetlana Alexeivich, tomo conciencia de la cocinera, la partisana, la tanquista, la enfermera que muchos años después de la guerra mundial, tienen clavados el frío, la sangre, la madre despidiéndola, el adolescente que agarra la mano para que le digan que le aman, como si quisiera ese acto para su eternidad. Ese corzo pequeñin, sin la experiencia de lo que es una carretera, terrible, desanimalizada, me lleva al último momento de tantos seres humanos que no comprendían que la muerte les fagocitaba en el ya. Esos instantes, pocas veces, pasaron soplando el viento gélido con sus garras prestas.

Hemos charlado sobre gustos comunes. Esto de gustar las hierbas y otras plantas, unen corazones diversos pero claro me ha hecho prometer que lo de conducir por las noches se ha acabado.

Le digo, si fue a plena luz de un final de Agosto, a las 9 de las mañanas. Él me lanza otro tipo de mirada y poco a poco, me hago consciente de las crecientes pequeñas limitaciones

 

 



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