viernes, mayo 29, 2020

Una visita inesperada. Brian

Brian, así me ha dicho que se llama, ha venido a darme las buenas tardes. Yo estaba acabando de construir ese barco velero que me va a servir para atravesar el Pacífico, mi estancia en aquella isla donde pude demostrar todo mi poderío, ya no tiene sentido. Aquel pato loco, me hizo darme cuenta que a mi singular capacidad de esfuerzo, se tenía que juntar en algún momento el azar. Sentir como una sola cagada, tiro al garete, mi sueño, de por fin acabar un Ironman, sin tener que ser intubado en el hospital, está vez, también se había truncado.

Podrían pensar que su deposición había sido tan copiosa que había hecho derrapar mi bicicleta, arrojándome sobre el suelo, en el momento que pasaba la ambulancia escoba, arrollándome, pero no, eso tampoco fue. Sí, es que un familiar mío, me dijo que pisarla y que un trozo de su agrío contenido se introdujera en la boca, creaba una acidez que enervaba los músculos, hasta paralizarlos.

Simplemente, al pisarla volé, como había pasado en el Ironman de Lanzarote, siete años  antes, aquello acabó al menos raro.

Aquí, descubrí que mientras pedaleaba la bici subía, remontaba, volaba y yo estaba, poco a poco, más estable en el aire.

 ¿Dónde terminé?, eso es lo curioso, a miles de kilómetro; tenía el viento de cola y lo supe aprovechar, así que al final me ví al otro lado de la Frontera con Méjico, justo cuando descendía el ritmo de mi pedalada, en el último impulso pase el muro y me adelante al paso de "la Bestia" por los raíles que seguían hasta los Estados Unidos de Norteamérica, vencedora sobre los Desunidos de Sudamérica.

 Reposando, derrengado, sobre un jardín sediento, en un banco desvencijado, observé, primero, los raídos pantalones de, Diosasalvo, luego me diría su nombre; no eran de los de “moda”, empobrecidos con el derroche de miles de litros de agua. Su deterioro eran noches traspasados por piedrecillas de colchón, carreras ante pobres que en el horizonte sólo encontraban a los suyos para robarles; eran también fruto de evitar a guardias servidores de las acciones que cotizarían no por diligencia en apalearle, sino por el instante que le darían mayores réditos a una familia enamorada de una bandera, con 100 canales a toda vela de visiones de una realidad que no tenía en su programación mostrar las miserias de nuestro interlocutor, que se agachó, con sus manos de hambre extraídas de surcos ahogados en sequía.  Y me quiso dar un poco de arroz, no del que nos dan el día previo a nuestra prueba fetiche, sino uno ausente de apellidos, pronombres, ni tan siquiera una especie tenía, pero estaba caliente por los pulsos del corazón de Diossalvo

 No sé si me dormí, por el sopor que siempre me ha dado la comida o por el cansancio extremo de sentir hasta la última pedalada liberadora como si en finalizar una prueba deportiva, me hubiera ido la vida, como en aquel triatlón que me hernió por cumplir con algo y alguien, que hoy casi están olvidados, de su lado, ya no les sirvo.

 Me espero y andamos, despacio, desperezándonos yo de mis pesares, por el fracaso y de mis pesadillas por haber volado, por encima de mis posibilidades. Él, por haberse agarrado, en pleno planeo al último hierro que quedaba en ese inmenso tren, granero de la desmesura de un país, drogado por productos acaparados de países pobres, que les son servidos en bandeja de plata, donde además les sirven las cabezas de los rebeldes,  esclavizados por secuaces presidentes.

Él me contó cómo había salido del estado de Tegucigalpa una noche oscura, encandilada por las teas que algunos siervos habían llevado hasta su última guarida, alejada de sus seres queridos, que no les quería como víctimas a sumar en estadísticas que se vacían en palabras pérdidas en los bajos de un programa que anuncia la venta de trasteros escaparates de dependencias a excelencias jugadas en partidas trucadas de póker.

En aquel momento, atisbo la insana intención de incinerarle, sin haberle ni la extremaunción, ni  haberle bien muerto. Decidió que aquel túnel que había visto una vez de forma accidental, merecía ser explorado porque en este lado la muerte, si tenía un precio. La de ser inferida por el baboso siervo que busca sobrevivir, aunque sea un tiempo, en su miseria moral para también calmar los llantos del hambre que eligió por un amor, al que quizás no tiene derecho.

 Por supuesto, le di mi bici, después de días purificadores para nuestras llagas, las mías físicas, las intento curar con la embarcación que construyo; las de él, comprendió un poco mejor cómo se maneja un mundo que tiene sus maquetas expositivas en las calles de su pequeño pueblo.

Soñamos grandes interpretaciones de las grandezas de un universo y, sin darnos cuenta, en un club de no más de 30 personas, encontramos la indiferencia, el egoísmo, las maquinaciones, el tahúr, los propios errores y la deserción hasta la casi desaparición. Esta no se produce, quizás porque una especie de ángel, encontró un poco de la belleza inicial, de salidas a ríos, sin cálculos personales y, por ahora, le insufla aire.

 Aprovechó el viento de cara, para emprender el vuelo, luego, ya no quise mirar. En esos momentos, iba en dirección a ese país, atrapados en símbolos, tan débil, en su inmensidad como en su egoísmo. Cegado por un proyector que en su caverna de oro, contempla sólo su grandeza, inconscientes, sus habitantes, de ser soportados por espaldas mojadas, por  corazones ajenos a colores extraídos de las minas que fueron las tierras de África a las que le robaron sus mejores diamantes, el ser humano, en mitad de plegarias que se escribían en la parte de atrás de las acciones revalorizadas por el éxito del arribo de barcos esclavistas.

 Quizás se diera la vuelta, y regresará a su país, donde otros seres títeres, golpeaban, por medio de seres en la miseria para que nunca hubiera un nexo de unión que creará un país, saciado por la belleza a la que no se la dejaba asomar.

 ¡Qué tenga suerte!; en mi barco tejo las velas, para buscar a los seres errantes, fruto caído de las miserias humanas.

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Siameses y mercader

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Zaida, Fernando y