Cuando vemos a nuestros mayores, tuvieron mucho trabajo, lucharon con todas sus fuerzas para salir para adelante, ellos, pero sobre todo su familia. Seguro que, también, tuvieron su Isla de Hydra, su lugar para el amor, para sentirse infinito, para creer que todo el tiempo les pertenecía.
Viendo
el documental sobre la relación de Leonard Cohen y Marianne encuentras ese
punto de conexión, cuando dos vidas convergen para crear un mundo nuevo.
Existió una vez vida antes, esos momentos los llevas en la mochila de tus
acciones, pero, por arte de magia, allí para todo ese pasado, se emprende un
viaje de dos vidas paralelas pero que ahora deberán colaborar para llevar las
dos velas, el timón, mirar el catavientos, leer el viento que llega y ajustar
las drizas para que las ceñidas (la capacidad del barco de navegar lo más
cercano al viento en contra, porque dentro de este no se puede navegar). Te
descubres fuera del trabajo que es una necesidad para sobrevivir. Encuentras tu
parte creativa, tu amor correspondido que te hace romper las barreras de la
inseguridad, de lo desconocido y te descubres en otro estadio, siendo tú, como
no lo habías sido antes. Si el puerto de Hydra está justo de donde viene el
viento, sabrás que con tu compañera puedes hacer "zigzag" hasta
llegar a él. Cuando ya, en la última ceñida, vea que la inercia te lleva a la
boya, en total sincronía, tendréis que no perder ese último rumbo y bajar las
velas, con rapidez, no sea que aparquéis en mitad del pantalán.
El mar,
cerca y preside todos nuestros actos; el azul concedido a Ulyses, se apodera de
los náufragos, de los exploradores de una vida auténtica, entonces; ahora, un
escaparate donde intentas atrapar lo que aquellos seres captaron en la esencia
de los primeros habitantes sorprendidos por recibir a quienes se maravillan de
sus cadenas de acciones cotidianas. Ya, aquellos habitantes, fueron viendo como
podían vender su tesoro y quizás soñaron que podrían atrapar otras bellezas en
las ciudades que también tenía sus expositores. Pararse en esas apariencias,
retenerse en un puerto, cuando debes navegar, no es lo más conveniente. No
conocerás otros vientos, otras ensenadas, otras olas
Barcos, con sus velas, si barlovento por estribor, a babor, drizándolas si el viento aumentaba, bajándolas cuando el viento se convertía en un Eolo enfurecido rizado entre las islas que ponían su blancura a disposición de los colores de las pujantes vidas.
Y sin embargo, ese tiempo allí, se acabó en su estancia y permaneció en la mente y en el corazón que añora la belleza; como nos quedamos en las canciones de Cohen, como en la bonhomía de Michael Robinson, como en la cadencia infinita de "Murder most foul", como en las conversaciones en inglés, enfrente de quien es bella, no sólo en sus actos o en la transición del invierno a la primavera que me ha dado este tiempo en Huetos; solitario, encerrado, también exploratorio, también para amarlo en su naturaleza que explotaba a la vida.
No siempre los mares en los que vivimos, son los plácidos que nos muestran el documental. Sonita, en el documental; Sonita en la recreación que nos hizo para "La III Primavera Caleidoscópica", Marta Marco Martialay tuvo que encontrar la belleza del amor de los suyos, viviendo entre las tormentas y los huracanes de costumbres ancestrales y de necesidades familiares que destruían la dignidad humana.
En el puerto en el que está ahora, seguro que añora los abrazos de los suyos y el cariño de su madres, cuando aún no la veía como un salvavidas; capitana en aquellas tempestades, ahora se forma en otros océanos, en otros peligros; siempre, tendrá el faro de sus hermanos, de su juventud vívida, aunque sepa que alrededor corrían los tiempos de sumisión, como en aquella isla paradisíaca la mente necesitaba también sus cavernas para refugiarse de lo que no se podía controlar.
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