Deja pasar, me dice el plástico que lleva mi piragua. Debo confesar que en el agua tiene todas las de ganar.
Bajaba otra, ella, la gattino, la llamada, famosa "topo" para un vendedor impúdico; por un río que no era el Henares, que había provocado la risa en el político con la "especialita" de kevlar.
La fuerza de agua introducida dentro de la bala azul, podían ser 200 litros, desbocados en un río Güil en pleno deshielo. La tienes agarrada, pero no hay nada que te permita pararla, ni un clave de acero, ni un remanso; no es tiempo para ello. Viste cuando subía que pronto habra un estrechamiento que provoca una marmita de 100 metros, donde piensas que se podrían cocinar tus ilusiones de recorrer ríos y aprender de ellos, con su lenguaje, tan volubles como las aguas que les lleguen.
Es una locura unir tu destino a algo tan poderoso. Nadie de tus compañeros de bajada te acompaña. El caos se ha apoderado de nuestra primera expedición. Consigues parar, por unos instantes, el kayak como el ilusionista para la bola salida de la pistola. Miras, por tercera o cuarta vez para atrás. Ahora la distancia es mucho más larga, la que te abarca la vista y por la que has bajado en un viaje desastrado para los cánones de un piraguista en los Alpes; jamás debes ir sólo, al menos otras dos personas.
Nadie aparece, la piragua se va, y tu insistes. Unes tu destino a algo material, que hasta en el futuro te podrán cambiar de sitio sin permiso. Has encontrado un momento donde puedes ponerte de pie y con las últimas fuerzas sacas ese misil fuera del agua. Sentado descansas, te conciencias de tu poca habilidad en este tipo de río; del peligro pasado y también de la mutua confianza que nos faltaba a los cuatro kayakistas que nos arrojamos en busca de una ilusión.
No, ni aún consciente de todo su poderio. De la capacidad que tiene de adaptarse a las más poderosas piedras, a los más grandes troncos que se pueda encontrar en su camino. Ni aún asi cederé. Fuera del agua y sin agua en sus entrañas, el plástico, aún recalentado deberá esperar.
No sé que poder puede sentir un votado consejero, ni un elevado militar, ni un botafumeirado de tantos humos distractores, pero si fueramos conscientes, cada uno, de nuestra propia valía, por encima de esos caducos cargos, incluso de los regios, cuando oyeramos el bramido de esas aguas, dirigidas y la fastuosidad, petulante de sus magnificiencias, no admitiriamos sumisiones, a sus plastificadas excelencias, ni les concederiamos la capacidad de guiarnos, desde sus madrigueras
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