domingo, enero 24, 2021

Cuando ruge lo apacible

 Contaba, junto al fuego, un abuelo una vieja historia que ocurrió en las aguas de aquel apacible río. Muchos árboles dejaban que los platos reposaran en la mesa, celebrando en esta, su nuevo estado. Unas cuantas sillas aún parecia que transportarán la savia por sus venas porque exudaban el olor de los maizales cercanos, del que se habían impregnado por los constantes vientos del norte.

Allí, se contradijo de lo contado la noche anterior, en un pequeño detalle. Incluso al agua más apacible la tienes que respetar, conocerla y hacerla participe de tus viajes. 

No sabía porque había hablado del cauce de ese río en concreto, como de un transcurrir muy calmado. Pudiera ser que en el principio de su relato se acordaba de Alcalá, en  concreto en un espacio que parecía haber sido canalizado. Continúo el relato matizando que en Guadalajara, una gran cantidad de ramas le habría producido la mayor humillación de su no existosa carrera kayista, si no fuera porque en su, ya casi retiro, no se creía con derecho a demostrar nada.

Su relato era más profundo, era tan extenso como las descripciones de Jhon Lee Anderson en "A vivir" para narrar las diferentes situaciones de los paises sudamericanos y describir que la corrupción machaca a las izquierdas.

Nos llevaba a la placidez cuando describía un espacio cerca del puente árabe como lugar de baño para varias generaciones de hace 50 años en los diferentes lugares de paso de sus aguas, ¿alguna retornada?

  La familia Herrera había llegado un día a las inmediaciones de su cabaña de verano. El abuelo les recibió, recogió, acomodó y dío de comer, por fin, como siempre hacía en el río, les escucho: venían sin nada en los bolsillos, entumecidos todos los miembros, por los 200 metros que había tenido que recorrer dentro del agua. 

¿Cómo pueden ser tan profundas las aguas que nos habían dicho que en esta época, apenas nos cubrirían las rodillas?

 Salimos de nuestro pais, poseyendo sólo las manos de nuestros familiares que impedian que nuestros pasos se hundieran en el barro del desasosiego de ojos serviles punidores. Teníamos las zapatillas que se fueron desgarrando por tantas concertinas por odio al ser humano. Comíamos estrujando los desperdicios de una sociedad que exhibía lo que a nosotros, ahora, nos saciaba.  

Si, continuaba Teresa, una madre poderosa de inconformistas Tom Joab, nuestra tierra es la sala de experimentos de unos señores, malcriados, egoistas que rechazan los límites, incluso para la destrucción que producen. 

 Se alimentaron los extremos en nuestra ecuatorial tierra que arrasaban con agua, fuego nuestros granos sembrados en nuestra, antes, fértil tierra. 

En el cruel frío, un político apologeta, ido, confirmó que entonces no existía "calentamiento global". No comprendía ni él, ni sus adlátares, o quizás estos si, pero querian beber de su manantial, reguero de puestos de trabajo; pero era mejor abrazarle para que se sintiera querido, gorgeara lo que fuera.

El abuelo, en esto, apartó la mirada de las llamas, fijó sus ojos en su nieta, como pidiéndola que continuará ella, las historias de aquella familia Herrera. Ella recordaba a las hijas refugiándose en el regazo del padre ante cualquiera sonido de los habitantes que recorrían nuestras aguas. Dragón Pika, juguetón, que notó esos miedos, trato de recrearse durante un rato, con sus actos exagerados. 

Esto fue hasta que Pirania, la joven narradora, les cortó en sus exageraciones juveniles, al ser alado y a Dragonia.

Recordaba que las niñas Herrera contaban la angustia, que callaban, pero les encerraba en sus recorridos circulares, por como las aguas ahora, arrasaban los ojos de sus mayores ante los cultivos pérdidos; o describían como punzones mágicos modelaban surcos sobre las caras penadas por no encontrar salida a tantas puertas cerradas en aquella naturaleza desquiciada.

Retomó el abuelo un hilo olvidado, que le había acercado la narración juvenil. Tras ser recibidos y cuidados; elevados a aquella cabaña veraniega  que parecía invitaba a querer saltar fronteras. Supo que aquellas lágrimas que les atrapaban, se transformaba para ser una ligera búrbuja sobre la que flotarían para conseguir salir de aquellos recintos, donde los guardianes, en sus propios desamparos, se trataban de elevar a pisotones. 

 Aquellas herramientas que delataban sus sufrimientos eran el inicio de una habilidad para demostrar la sintonía con quienes aquí también la tenian. No era una lucha la que perseguian, era una conversación de acciones; cada una con sus faltas, sus olvidos, sus deficiencias, sus profundidades. 

Todas conscientes en su necesidad de trabajo; parecía decía el abuelo, que como decía Jhon Lee Anderson, a los trabajadores les destruyerá alguna corrupción propia, cuando trataban de unirse. 

Siglos de sometimiento, actos de venganza, textos de aceptación, palabras de proclamación querían enterrar a las Herreras, nuestros yos errantes. 

Era el momento, no de la autocomplacencia, sino de encontrar nuestras propias sendas, teniendo siempre presente que volveríamos por alguna carcava a los ríos, si alguna vez, nos encontraramos desorientados


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