El árbol está a la derecha de la ermita. Nadie lo mira, pero es impresionante. En el pórtico de al lado, un grupo de adolescentes juega cada uno con su propio móvil. El único sonido es el de las ramas que están siendo volteadas por un viento que se ha rebelado contra la nieve que amenazaba con instaurarse en nuestras retinas.
Nadie parece querer intervenir para que este árbol deje de sentir el peso de su nueva carga.
Nunca antes los dueños de las cañas habían conseguido que su mensaje tan individualista, tan de generar desamparo ante sus propuestas que dejaban desnudos a los desfavorecidos, cuajara en una sociedad que ellos si, sabían, desorientada.
Es su momento, dice Andrew Marantz, tienen acceso a un ordenador, a una red wifi y a la desvergüenza suficiente y necesaria para aparecer como líderes, por su osadía, por su manejo de claves que atraen los lobos solitarios encerrados en sus casas o en sus móviles captores de señales liberadoras de sus propios megas.
No avisa la rama de pino pletórica de la blanca agua congelada, cuando cruje, con una violencia que al romper aplasta el ladrido angustiado del corzo que tenía curiosidad por esos seres inmóviles.
Sorprendidos porque algo pueda suceder fuera de su pantalla. Levantan la vista y examinan su desconocido inmediato espacio.
Quieren fotografiar el suceso pero la nieve que se expandió en la caída de la rama les congeló la imagen. Tienen que actuar.
En su ordenador, el líder observa que un 10% de su seguidores parece haberse volatilizado. Valora la progresión geométrica que le pudiera generar cada uno. Busca la ermita como elemento difusor. Está activa, pero la proximidad no parece les haga efecto.
Mientras, ya llegan al pueblo con el corzo herido. Se salvó por entre un hueco de una rama menor. Descubren que sus familias estaban adormiladas en las diferentes casas.
El chamán, que el mismo se consideraba, pierde la compostura. Esos borregos me pertenecen, dice en voz alta ante Andrew.
Los chicos abren las ventanas para que ante el crudo invierno y el viento gélido que había atemorizado y entregado a sus familias a la aceptación de aquellos mensajes tan nocivos. Ellos cogen, exhiben y comparten los ponchos de dibujos risueños que les traía él, el a veces odiado, culo blanco que no respeta ni tiene miedo a los coches.
Sus familiares, que se desperezan, contemplan el hielo de las calles. Solo culetazos y algún moratón les amenaza su mirada risueña, mientras golpean el suelo los actos despertados para sus propios descubrimientos
No hay comentarios:
Publicar un comentario