Abro la ventana. El frío helador penetra por mi cara y me produce un escalofrío. A la derecha un conjunto de arboles con hojas perennes alberga tal cantidad de nieve que algunas ramas empiezan a buscar el suelo. Mi vecina, espectacular a pesar de todo el traje de nieve que se ha puesto, inconsciente, pasa por debajo como queriendo que su pelo sea acariciado por el peine de un pequeño conjunto de puas.
Más a lo lejos, en una cuesta que tanto me ha costado subir en plena carrera, un grupo de jóvenes se lanza a tumba abierta. Lástima de haber dejado las botas en el pueblo. Creo que no tendrán una oportunidad como la de ahora, durante casi 400 metros, con ligeros llanos, tienen la oportunidad de deslizarse como en la pequeña pista de esquí que conocí en Kramford.
Por supuesto, este primer día tras la gran nevada, ningun coche parece querer ser el primero en abrir huella.
Unos osados fotógrafos saciarán su necesidad de captar la luz que insemina la gota que está en equilibrio para ser la lupa a través de las cuales descubramos nuevas percepciones de lo que parecía ser una realidad contundente.
Sus cámaras se ajustan a la velocidad de los trineos; se agachan, se tumban y cuando aún necesitan más, sentir la comunión del cuerpo con la nieve que pugna por taparles, las posarán sobre sus abrigos. Si, a eso llegarán por una buena foto, aunque la intentarán hacer de forma inmediata porque el pequeño viento, más los menos 12 grados, le empiezan a convulsionar cada centímetro de su dedo gordo del pie, que siempre le había parecido lo más impertubable del mundo.
En los chalets de la derecha, que casi tengo a mi altura, la nieve ha encontrado la piscina que la acogieran para que durante una semana, al menos, pueda estar tranquila sobre la superficie de los jardines. Surgirán las pisadas de los niños que atizarán las ramas de sus árboles para que les permitan hacer un gran muñeco de nieve. El padre, a un lado, cumplirá su deseo de preparerse una gran cerveza escarchada.
Intuyo un poco la ciudad, pero la vista me alcanza a ver parte de El Clavin y la cuesta de las palomas, que tan lento subo ahora, y que antes era un desafío remontarla en velocidad cuando me pillaba en medio de una serie. En cualquiera de los dos casos, cuando me volvía, me extasiaba ante la contemplación de todo el valle del Henares, y en su continuación hacía la izquierda, poder ver Madrid con sus torres imperiales, aunque cuando estaban las bajas presiones, imponía todavía más la caperuza de contaminación que parecía quererla engullir.
Enfrente a lo lejos la sierra Norte, se vería ahora, como el final de una alfombra blanca súblime, que arrobaría nuestro espíritu madridista.
Pero esto es mucho suponer. No tengo la capacidad de una jueza que considera que todo lo que he puesto se ajusta a la realidad, pero intuye una maldad en la exposición de todo lo que he descrito para al final, hacer apología del madridismo.
Mis teclas pueden haber hecho algún malabarismo de propia cosecha, pero el interprete no puede juzgarlas; sé que estuvo en Barcelona para aprender de los hechos; contempla batallas, para conocer sus pormenores. Si yo desde el balcón abro la ventana para mi academia de abrazos de tic, tic, sin las premuras del reloj. La intérprete, ¡qué puede decir!
Mientras una naranja se desliza entre mis manos y el zumo, será la prueba de cargo para saber si hubo buena o mala intención cuando cayó sobre el pie de Lio, que empezó a dar 200 toques
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