En la Bretaña, ni mis cuarenta años
me libran de dar veinte vueltas
sobre mis vacíos
para no encontrar mi solicito coche,
Ocurrió en Lorient,
tras ensoñarme con la música celta.
Ví a Ramón, nuestro introductor,
para quienes no vivíamos la música.
Le salude, por su voz inconfundible
Poco tenía que ofrecerle,
un escueto: ¡hola! Me devolvió.
Recomiendo salir por ahí,
me marche “a paseo”
Abres la mente o más bien te das cuenta
hasta donde está repleto el melón
y de corolario, hasta del humo emerges
Aquel día, que lío, ya tarde, precisaba
pesaroso una posible parcela mental con vistas.
Llegué a la Itaca que había marcado mi viaje,
cuando esa noche, henchido de música,
ahíto mi corazón de mis eternas imágenes fugaces;
emprendí, sin saber, el regreso al averno.
Eran ya las tres o las cuatro de la mañana,
dormir quería,
pero el cansancio había creado fantasmas,
con coches que huían, de allí no me iba.
Hombre cabal yo pareciera,
mis canas, afirmo no peinaban mi exhausta frente,
pero todo mi andamiaje se destruyó
cuando empezando una búsqueda
entre demonios de calles iguales,
ellos, si los fantasmas, se descojonan;
Yo, cada vez más desconcertado por su fatuosidad.
busco refugio entre gentiles, que en su idioma
y yo en el suyo, buscaba un punto de convergencia
para no sujetarme en mi caida
pero ya todo yo, soy una botella sin fondo.
Exhausto,,
Alguien me monta en su coche,
desesperado me ven,
la marcha empieza y acaba al instante,
el coche casi me abrazaba
o trataba de dar una colleja a un caso perdido,
consciente era, motorizados juntos por años;
que al día siguiente la puedo montar,
como así fue,
todavía más dantesco,
Ese día llego pasadas veinticuatro horas.
Desde mi parcela partí,
comido, siempre poco dormido,
navegado en un hobbit 14,
y pleno también de músicas del mundo,
en este caso gallegos errantes.
Al llegar al mundo folk
quise abrazar, por conocido, lo que ayer me fue odiado,
pero el lugar esquivo y altivo me despidió,
quizás no quería ser escenario
por segundo día consecutivo de espectáculos alternativo.
De ahí salí, por sus cajas destempladas.
Rodé cercano,
en un colegio mayor encontré para mi vehículo, seguro refugio.
Tranquilo y vengativo me cegué en las músicas,
agotadas ellas.
Allí volvía, pletórico;
cual pulgarcito había sembrado el camino,
pero había empezado desde la puerta,
creyendo que el colegio, colega, era mi amigo.
A la puerta llegué
y allí, cuando entré
odie: árboles, soportales, jardines
y cantos amigos de gallegos y asturianos.
Convencido, ahora sí, tras diez años,
él, tan fiel, me abandonaba.
La pena transmití a gente de allí
pero llegado un momento
creo que entre ellos compartían
ganas de estrangularme
y más, lo hubieran hecho
cuando volviendo a empezar
allí en la entrada estaba
esplendoroso, siempre fiel, ¿exasperado?
mi fiel amigo: El Ford Escort.
No, no estaba acostumbrado
para que él me pudiera decir
¡cuanto había sufrido!
Pasó que desapareció,
durante nueves días
no le busque,
a él, que por una vez
se había mostrado solicito
para unos chicos que habían preparado
uno de sus rallies-trapi por Vallecas.
Ahora me decía,
“tu que me has ofrecido a gente tan diversa
como desconocida, incluso para ti mismo;
¿no eres capaz de buscarme,
recriminándome que como auto
yo que aquel día
comprendí necesidades humanas pasajeras”.
Creo que fue un momento duro para nuestra relación
Un año después,
los dos orgullosos, cabalgábamos
siendo él
vehículo para circos juveniles
con guerreros tiznados en guerra
montando piraguas
que chocando con molinos
rompian sueños
de narices, palas y monociclos.
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