Treinta años de luchas, tremendos enfrentamientos con aquellos vecinos que estaban sentados en la parcela 23 de la parte norte según subías de la mina. La mujer, agotada, se levantaba para tomar un poco de agua. Se había rodeado de pulcros botones, tallados en maderas de las riberas recuperadas a las invasiones de detritus por los abandonos y ahora lucían espléndidas, magníficas, premonición de nuevas posibilidades. Esos botones se ajustaban a chaquetas que eran portadas por personas intercambiables. Cada tiempo ofrecía seres dispuestos a las execrables bajezas. con vistas a ser tenidos por guías de árboles, soñando que estos alguna vez le seguirían.
Aquella tarde, mientras ella bebía de la fuente, que manaba el agua filtrada por piedras, ramas entre habitáculos de los pequeños seres que descansaban de sus laboriosos cortos periodos de acción, penso que aquel zopenco con patas en la comisura de los labios, quizás por babear tantas sumisiones, si se le acercaba con trapo, le encomendaría la tarea de limpiar aquellas parcelas, testigos de tantos embates de amor.
Por desgracia, cuando llegaba el señor perteneciente a los botones, que le habían encerrado en un traje de felpa, pensándose él, de seda, percatándose de su poco valor, de la inconsistencia de sus labios caidos por andar siempre de morros con los enemigos de sus amos, saco la enseña, como para decirla a ella, que eso era lo que valía.
Ella, saciada del agua, ahora, si con una irritación que suplía al tiempo del decaimiento, se dirigía al niño de botones: ¿qué será lo siguiente que hagas? subirte al asta, como si siempre, para intentar que no te confundas como una chaqueta, la de sirviente; pero ellos, no son sirvientes, y además tienen mucha más dignidad que la tuya. Continúo ella, no, no te subirar, al menos con la bandera. Si quieres, tu sólo, desnudo de todos tus ropajes.
- Soy yo, miradme, aquí arriba, vuestro guía, vuestra referencia
Ella veía que el asta, cada vez crecía, más y más y ya, sólo le escuchaban los otros hombres de los botones, por si muchos, incautos, se paraban allí, como esperando algo, y al final, el astero caía sobre ellos y le llevaban en volandas, creyéndose él, haber sido investido como salvador.
Lo que le resultaba extraño a ella, era que los astados, por su subida a los palos, cada vez eran más, y por momentos sus colchones, de muelles, sin futuro, se hacían bola para que al caer les rodarán.
Comprender no debe ser tan fácil, cuando siempre te han dado las estrellas a seguir
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