domingo, diciembre 22, 2019

Capas y reboleras


Estoy pelando una cebolla, una nueva, grande, de infinitas capas. Hoy le he leído el último texto de Antonio
Se aprovecha de lo primero, de mi concienzuda marcha por cada uno de los envoltorios de tan influyente vegetal, para justificar sus lágrimas, incontenibles, desesperanzadas, sangrantes por las lacerantes partículas que contenía aquel tubérculo.
Y sin embargo, era una vez, más mentira, como tantas otras sobre las que se habían edificado nuestras relaciones de padre e hijo. Yo, el pequeño Michael, le había adorado, le seguía queriendo aún con el descubrimiento de tantas y tantas fabulaciones que nos habían mantenido unidos.
Unas de las más salvajes historias que habíamos sido capaces de elaborar, es cuando tarde, sentí que se abría el zaguán y penetraba una señora bella, griega su efigie, armónica en sus desplazamientos, con un pelo que exorcizaba cualquier temor a su extremada bondad.
Allí, prestándola una atención que sólo había visto en la que él me bañaba: escuchó impasible, por un tiempo eterno, cada una de las razones, de las desesperanzas que salían de aquella boca compuesta por la exactitud de los cánones a los que pertenecía: puerta a besos de gloria, a pasiones que se incrustarían en cada una de las porosidades que fueran capaces de devolverla sus atenciones.
Quise entender que ella hacía una invocación a mi presencia con él; al tiempo que ella tuvo que partir por la persecución de aquel padre que no se había conformado con renegar de ella, de su entrega  desaforada, por el cielo con el que soñaba para aquella bendita presencia que había sido capaz de intuir desde su nacimiento. La humillación sufrida por el padre, a través de la búsqueda de una redención en su perfecta hija, le había resquebrajado todo su armazón moral. Ella se escondió de la vida, expuesta a soles que en la intemperie la trazaron profundas fallas, por las cuales sintió tantas y tantas veces ser una tierra estéril sobre la que un matorral se posa sólo por instantes, por su sequedad, por su inconsistencia.
Entre la retahíla de reproches, ella le recordó aquella época, de insaciables hambres por parte de los dos, de tiempos buscados hasta la extenuación, del descanso que ella había necesitado alguna tarde para que aquel explorador, no se viera, otra vez, impelido a adorar con sus acciones a la que consideraba diosa.
¿Cómo yo no podía ser fruto de aquellos dos años de sortilegios, veneraciones, vigilias que nos habíamos dedicado?
Mi padre, la observaba, como se extasiaba aquella naturaleza a la que me había llevado y que estaba llena de sus muestras de amor, por árboles plantados, maleza apartada para producir nuestras comidas.
Porque ella llevaba, años y años, alejada de él, también, quería enfatizar de mí, no sabía que la forma que encontraba el padre de llorar era traza círculos con sus pies, sobre el suelo de tierra que siempre buscaba tener cuando acontecían estas conversaciones. Jamás había visto tantos y tantos redondeles sobre aquel suelo virgen sobre el que mantuvieron aquella interminable conversación. Yo comprendí su dolor. ¿Él?
El encontró una nueva forma de dañarla, a la blasfemia de la negación de un padre, le quería infligir la introducción de la imposibilidad de su maternidad. Ella había vivido, desde su tierna infancia en la tierra maldita que había imposibilitado a las mujeres tener hijas, hijos. Era yo, fruto de una posterior relación de mi padre en la tierra de la exuberancia.
Mi madre, no quería irse, como si en mí viera el fuego abrasador de sus mentes que aún, se pertenecían; mi padre fue cruel, le mostró fotos de aquella relación, de aquel nacimiento, de aquella otra mujer.
Mi padre, si era exacto, lloraba porque existen muchos, muchos, Antonios Maestre que les demuestran las mentiras de sus mundos. Su amigo le había demostrado que aquellas fotos de aquella otra mujer, pertenecían a los últimos momentos de una madre que se tuvo que desvanecer en el tiempo, porque aquellos que querían un mundo nuevo, eran unas bestias ancladas en cada uno de los instantes de la historia para sembrar odios y desiertos en el cual habitan como especies únicas. Y que aquel niño, no era yo.
Mi padre, con la ayuda de los Antonios, debiera comprender que aquella amenaza dantesca, criminal, del padre de mi madre, con que nos mataría a todas, si alguna vez, su hija conociera los frutos de su amor, son cadenas que nos imponemos nosotros mismos para empequeñecernos, para que ellos se glorifiquen en sus mundos infértiles para el mestizaje.
Ella y él tuvieron una oportunidad, me engendraron, ¿Por qué darles la oportunidad de las tinieblas?

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