Yo creí tener una perla. Nunca llegué a tenerla entre las manos o mejor dicho, nunca ella quiso compartir su belleza entre mis manos; sin embargo, la quería tanto, que hubiera sido, al menos, tan feliz como los primeros momentos vividos tras el descubrimiento de la perla por parte del pescador de John Steinbeck.
No supe, no pude, no busqué tener esa suerte, ¿miedo a perder todo, no habiendo tenido nada?, ¿cuántas veces nos ha pasado eso en la vida?
Cuando a lo lejos, veía o intuía la perfección de su belleza, me confortaba saber que allí, brillaba ahora rodeado de gemas, expuesta a los atardeceres otoñales, o a los pálpitos de los vientos primaverales, también me aliviaba saber su aprecio por ser apreciada.
No había dejado nunca de avanzar o por sendas a ninguna parte, o por vías a aguas salvajes, o por rutas a encuentros furtivos, todo ello había trazado una vida entre sonidos, dibujos, texturas y dimensiones, buscando la materialización de los latidos de video mappings imaginarios.
Me había concedido el tiempo, encontrar los acordes del sonido que atravesaba los poros de la perla, pocas veces al año; estos últimos días, sin embargo, reinó el silencio; la cuerda dejó de vibrar y lleno de comprensión, admití su quietud, como también había aprendido a asumir la primera rotura de los músculos antes regados, y también sabía que siempre podría mirarla o atisbarla, pero no puedo negar que echaba en falta la melodía pasajera de esos momentos de corazón cercano
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