repetidamente sobre aquel manto regado en aquel caluroso verano. Quisé controlar el espacio, pero la agitación nos hizó rodar a través de aquella falda de suaves pliegues; al final nos esperaba el gélido arroyuelo, donde mi pie sintió el navajazo del hielo escaldado por la pasión.
Era ella, quien había existido desde el encuadre de la primera puerta al conocimiento; podía rodar el tiempo joven entre sueños en dominios imposibles, o atrapadados en la inconsciencia de sentirse eternos en los acantilados de los actos; pero ella había permanecido al margen de las olas quebradoras.
Meses después, pude verla allí, clavada mi mirada en las caricias de sus ojos; andábamos cercanos a la quebrada final, donde encontré la palabra imposible ante el filo del vacío no esquivo.
Sentí que fluían textos para devolver en abrazos, la ternura emanada de sus besos, entre pistolas. Por ello, en aquella colina conquistada para el efímero encuentro, creamos el lecho que nos pudiera pintar el cuadro imperecedero que nos acompañaran para nuestros inciertos delicados días.
No narraré, que ya plenamente hundidos en aquellas árticas aguas, los peces soliviantados por un calentamiento fluvial súbito, saltaban para buscar el frio de aquel calor castellano. Esto, sólo lo pudimos comprobar cuando en su acrobático vuelo, un pez fue expelido cuando cayó entre los voltios de nuestros dedos enlazados. Miró con sus ojos, ahora marceaulianos, para suplicar una pausa.
No comprendía que nos consumíamos en los segundos concedidos, porque queríamos erizar cada pelo en nuestro próximo largo invierno
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