Me tocaba afeitarme. Hacía meses que había decidido
dejarme una barba, que aún así, no espesaba. Cogí mi navaja y
quise probar mis nervios. No eran los mejores momentos, Shera se
había marchado y aparecieron todos mis demonios de sentirme débil
como si mis defectos tuvieran el control de las ruedas de mi vida.
Aunque se hubiera ido enfadada, la dejaría que me afeitará
de está manera, tan hombruna. Sabía que después, nuestros éxtasis
eran tan duraderos como los segundos con los que se tejerían una
cama sobre las que descubriéramos los infinitos poros de nuestros
cuerpos.
Ahora, mirándome en el espejo, había observado un pelo.
Aunque era escaso el material, mi imaginación se desbocó.
Lo podría contar de los colores del arco iris. Me miraba a
los ojos que se fijaban en el espejo y la tristeza lanzaba destellos
por aquellos juzgadores que me habían proclamado en lo que no era.
Eran los cardenales de la maledicencia que en sus deliberaciones
habían elaborado el humo que me elevaba a los cielos de la
homosexualidad. Nunca les hice mucho caso, pero de su cerebro, muchas
veces, salía el humo negro de sus mezclas contaminadas de
suposiciones.
Me vino una sonrisa, cuando mi siguiente ocurrencia fue
dejar crecer ese pelo, como diriamos en nuestros días locos
marineros, al anchor y al alargor, para que con él me pudiera hacer
una corona que terminaría en una coleta. Sabía que me llevaría
años, el vigor no era el de antes, pero la paciencia, con
excepciones, había empezado a ser una diminuta cualidad que me
adornaba entre los que me trataban, ya pocos.
Tenía grandes proyectos que podrían cambiar mi futuro y de
muchos de aquellos de los que me rodeaban. Vistos los precedentes, me
corrió un sudor frío cuando me puse a pensar como habían tratado a
un contemporáneo mío.
Primero le habían animalizado, cuando pedía que los ricos
pagarán los impuestos que les correspondían. Luego a los medios de
comunicación, amamantados por mucha de la publicidad de los primeros
que, a la vez, han sido obsequiados con trabajos en lo público. A
sus asalariados, que les pusieran el foco en su falta de objetividad
les sacó de quicio. Vamos, quien les iba a decir a ellos, lo que
tenían que preguntar, que harían las que “les diera la gana, su
real gana”, mientras sonreían cuando algunos de sus contertulios
desbarraba llamando mierda a quien se había atrevido a señalar a su
amo.
Ella, como último gesto hacía mí, me ánimo en esa locura con
el pelo “fantástico”. Yo, haría eso también. Jugaría con ese
último; les iba a entretener con las más estrambóticas formas de
las que fuera capaz. Les iba a provocar unas risas que te pasas.
Ahora Shera, parecía radiar de felicidad al verme, aunque a lo
lejos.
Mientras, ella, mi “ex” que se había llevado una estatua
ecuestre hecha por un antepasado mío. Había aprovechado para
ponerla a la venta en en mercado negro. La dije, la recordé, mi
reina, yo republicano, “conoce, por favor conoce que si esto sale a
la luz a los dos nos enchironan”.
Menuda es ella, con su cuerpo despampanante, sus ojos de un verde
sabana, me miró, me sonrío y supe que tiraría para adelante, con
loca idea. Tenía electricidad de alto voltaje, su pasión y su
determinación.
Cuando comprendí que todo estaba perdido, apele a su sentido
patriótico, al que tanto habíamos apelado en diferentes momentos de
nuestras vida.
Si al menos lo declarará, podríamos decir que la enseñanza
pública y la medicina podrían tener un aporte que se hacía
necesario en estos tiempos.
Ella, en el tiempo que duro aquella treta con nuestra amada
yegua, alababa mi pelo, pero realizó los planes como los tenía
previsto.
A mi, por los alrededores, me empezaron a señalar; pero yo no
era el rey desnudo que es mentido por sus próximos, para vivir en un
engaño. Todo aquello me hizo efecto. El panadero me vacilaba, el
agricultor, me hablaba del pelaje de las gallinas, sabiendo que son
plumas. En el embarcadero, se me ofreció dinero para donarlo, para
que sirviera de catavientos. El herrero concluyó que, a nada menos
que 30 metros, mi solitario pelo corría peligro.
Fue un desgaste brutal.
Mi “ex” debe estar con aquel conde que la ofrecía glamour.
Con su dinero negro, aunque “fresco y burbujante”. Su coche impoluto y silencioso como ha pasado su enorme barrabasada que, en cierta manera, me tiene hundido
Y mi desdicha toda, por un jodío pelo