Diría mi padre que larga, larga, larga como un día sin pan, bueno, como ahora estamos a dieta podríamos decir sin o el beso de la brisa del Mediterráneo o sin la caricia del cariño de los tiempos vividos o sin el encuentro con el abrazo de los seres rebelados. Efectivamente, así era lo que podríamos llamar trompa y era hábil jodiamente flexible para explorar los escóndites mas inesperados por donde siempre podrían aparecer aquellos seres diabólicos que, a veces, eran termitas; otras, guepardos y podríamos decir que la mayoría de las veces hienas. Esa capacidad le permitía reconocer los peligros que acechaban bajo las apariencias de olores exclusivos en tartas de espinas, en frutas envenenadas o en comidas recauchutadas.
Por ello, cuando aquel día, llegaron pletóricos, juveniles, sudorosos por la lascivia y únicos por sentirse poseedores de la vida de los sirvientes a los que despachaban con algunas monedas y de los animales, a los que soñaban poseer y vieron que aquí eran tan miserables que sólo lo harían abatiéndolos, pensaron que esta ultima situación la podrían esconder, la podrían edulcorar y hablar de su amor por los animales.
Pero, quien había escuchado, proclamó su grandeza y quien había olido, expelió su bondad y todos, absolutamente todos, (quedaron los tristes abducidos crédulos) supieron que había seres que preferían las armas para derrotar la sapiencia y exhibir como trofeo inerte su falso amor al conocimiento.
Pasó o lejos, o hace tiempo, pero se encerraron los tiempos para volver y algunos sofisticaron sus armas para seguir atormentando al silvestre animal de la Filosofía con el arma cargada del engaño. Así, en sus muros tapizados de bellas postales rellenadas mecánicamente con sentimientos tapizados de artificiales sentimientos se podía ahora exhibir la doliente y sangrante descerebrada cabeza de aquel ser, ahora reducido, mientras en las mesas de mármoles, magníficamente empaquetados se exhibían pasquines, envueltos con los lazos de la única belleza.
Mi sobrino anda estos días cabizbajo. No me quiere hablar, ni tan siquiera mirar, quizás me acusa de mi comodidad, de haber dado otra vez el arma a los jíbaros que reducen las cabezas. Me mira como diciéndome, acepto que deba querer tu pútrida cabeza, bañada en la comodidad; pero, yo quería ser ese elefante, grande pero no torpe; somnoliento pero salvaje ante el ataque de las alimañas que se creen únicas.
Yo, le miro, quisiera pedirle perdón, porque el libro lo leo bajo las sábanas, mientras durante el día dejo las armas a disposición de los violentos
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