Camina un ser sin nombre, sin casa, sin medios para dignificarse. Un desaparecido para la sociedad que engulle vidas; un radical, para el orden que quisiera todo en una fotografía de encuadre fijo. Y sin embargo, nació, quizás ya en penumbras, probablemente con gentes que le amaron y le jalearon en sus ocurrencias. Podría especular con que en las tardes brillantes de árboles que rezuman los primeros sudores, se quedaría abrasado por el equilibrio de los tapices verdes que mutaban en los amarillos de las lanas próximas a caer. El calor de sentirse amado en ese instante por la vida, apaciguaba la desazón de los silencios que podrían haberle sido piedras que los nueves tiempos afloraban con esa lluvias instantáneas, nerviosas, apocalípticas que ahora arañaban los caminos desvestidos.
Había tocado momentos en una sinfonía que unía tímbales, chelos, flautas que ponían nervioso al adolescente que empezaba a atraer besos esquivos, violines que suspiraban por las aguas de los primeros descensos próximos al puente de San Pedro, con agonías en escasos momentos; con pianos que trazaban los nuevos días, los nuevos encuentros que seres que siempre habían estado y seguirían estando, en teclas de empoderamiento y visualización de lo que se puede llegar a ser, cuando las armonías convergen para que los sonidos se revelen en un orden nuevo, y el tambor, el inmenso tambor que suena radical, le había transmutado, porque soñó ser una persona adaptada a las nuevas circunstancias, pero los golpeos eran incesantes, acumulativos, eternos porque parecieron empezar en unos tiempos que no tenían segundos y buscaban alargarse hasta el agotamiento de quienes les percibían usurpadores.
El tambor, ese tambor de Günter, incansable, le había ido difuminando, en una sociedad en que darle el voto a alguien que les indicaba que las pensiones serían cada vez, en progresión, minimizadas y que por otra parte, les invitaban a que buscarán otras fuente privadas de saciar su sed, aparecían como seres para el equilibrio, sólo por investirse de provocativos trajes de luces, con ribetes de rojo, por la sangría del dinero que ellos eran capaces de sacar de un país al que decían respetar y que sus adnegadas gentes no les reprochaban a ellos, por que siempre ponían en una balanza trucada, el peso engañador al fiel de: "es que todos son iguales".
¿Cúantos canales se deberían recorrer por las pacíficas aguas del río de Manchester para saliéndose del rítmico paleo pudieras encontrar el nido de los halcones? Siempre se topaba con un puente que unía orillas, pasos por dónde el obrero pasaba sus tiempos y sus ilusiones al imponente edificio que traficaba vidas, a las que en algunos casos desposeía de nombre, como a nuestro hombre arrastrado por las corrientes y llevaba a colgarse ruedas de molinos de aceptación, que en lo irremediable le ofrecía imágenes de vida en equilibrio.
Si se acercaba a la hierba, para soñarse, ya mayor, creciente y abrazado, había hongos de palabras punzantes para desterrar la esperanza de que la visión de sus posibles serían zancadilleados por sus rodeadores que preferían mirar sonidos que les martilleaban pero que jamás podrían atrapar. Ilógica de ser pintores de amaneceres y soles con los do, re, mi, fa, sol, sin tintas
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