Llego tarde a la comida, ni me han dicho con que nos enfrentamos hoy, pero bueno parece que los productos serán buenos y los requerimientos parecidos. Así que me hago el remolón, y espero a ver las posiciones que van tomando cada uno, no quiero sentarme al lado de quien podría ser mi asesino.
Al fin, llega, le veo, se ha vestido, pulcro, con la elegancia, que ahora sé, puede dar la cuchilla que secciona sin aspavientos cuando se utiliza con habilidad.
Y sin embargo, esa aparente limpieza externa, esconde zafiedad, sobretodo, zafiedad, en una mente que expulsa heces, como detritus de lo leido y lo comprendido en panfletos de tintas de odio, con manos titeres, sangradas por los hilos de capitales que necesitan miedo para hacer sentir sus botas de clavos y glamour para atraer mente educadas en pesas dopadas con hierros sucios, con excrecciones.
Lo leí, caminé calles, ví sonrisas, arrojo y compromiso en aquellas chicas, en aquellas maestras, que sólo enseñaban a ser humanos, a pensar, ¿qué somos sin eso, si nuestra vida es someternos? Cayeron muertas con balas de cianuro del fanatismo, jóvenes, que no serán olvidadas porque las veo en quienes se afirman en seres de amor y dudas necesarias. Miro la cara del salvaje que pulula por mis caminos, para saber que están ahí, que, ahora sí, puedo poner cara al director macabro, estúpido como sus cimientos, que ordena la partitura de los sonidos que sólo producen sus fratulencias asesinas.
¿Qué aporta a una patria, un macabro macarra, dispuesto a ser el más servicial cachorro de raza asesina de quienes, enriquecidos, roban en un pais, los dineros de la convivencia y el reconocimiento al ser humano?
Existen élites, con palios de trapos cosidos por abducidos soñadores de dioses a los que les prometen futuro a sus actos que rasgan las tablas que les bajaron. Se nutren cuadrillas de loros y papagayos, que límpidos piden datos que nunca querrán comprender, mientras obedecen, porque se lo dicen los oráculos, al irascible papagayo, encrestado con su plumaje de colorines, pintados en las cartillas adaptadas no a su comprensión, sino a lo que exhibe conocer: viñedos de sangre que les tiñen, para babear saturnales mordiscos.
Saberlos siempre cerca, pedorrear su actitud marcial, salir y encontrarse en la calle con quien no vacila en que a los dueños, con sus collares en mano, sueltos sus odios, se les enfrenta ahí en las aceras que nos cobijan y en las urnas, a las que ojalán respetarán, quienes especulan sus daños a lo que nos quieren manejar y dirigir, aún más impunes
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