El abuelo ha salido.
Le he dicho: espera que te he preparado unos nuevos naipes y la magdalena que después de tantos años de desaprobación, he conseguido acercarme en sabor a la de la abuela, por lo menos eso dice él;no sé si por hacerme la pelota para que le deje fumar.
Con el bastón me ha hecho el gesto tan caracteristico, después de unos años, de: "ni te muevas, ni te levantes" y con la voz apenas audible, he llegado a entender que quería ver las manzanas del árbol que plantó cuando su hija, mi madre, nació.
Este año dice que las encuentra ácidas, pero quizás porque está muy impaciente y las ha probado antes de tiempo. Yo, particularmente, un nervios como él, he cogido una en los últimos días y detecto que están cogiendo el punto de dulzura que tanto agrada a él.
Espera, espera abuelo que quiero me expliques la última receta que habías empezado a decirme ayer tarde, cuando el sol de este otoño de membrillo, comenzaba a llegar.
Ya no he oido su respuesta, atareado como estaba en este nuevo lenguaje que tiene que aprender sus bisnietos. ¡Y yo que sé! a veces, pienso, si la palabra le amó, dicha al abuelo, él la entenderá.
Me giro, y miro la gorra en la silla colgada; me levantó y me asomó a la puerta; se la tiene que poner que luego llega con las orejas muy rojas, tapizadas de sabañones.
A lo lejos, se va llendo: "un huracán", suspiro. cuando mi hijo apoya la cabeza sobre mi cadera. Anda, mira a ver si le acercas esta magdalena; allí en su banco, donde dice oler la brisa salina, con el sol teñido de las brasas de esta tierra que se nos quema. Dilé que llega el agua, que nos cala, que nos divierte, que nos alivia.
El abuelo, estaba allí, me dice el pequeño, saboreando el placer con el que surfeaba sus humos de cada día, parecía surfear nuestras olas
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