Joe en el medio del caos ha perdido la razón. Alrededor de él pasan las monturas hacia un lado, hacia otro, no sabe hacia donde ir, toca la corneta sin rumbo. En el medio de las turbulencias de principios del siglo XIX, en una sociedad que se está industrializando, que premia al ganador y deja en el olvido a quienes la sustentan. Joe escucha, busca razones para entender el nuevo mundo, para tener ilusiones en su colectivo que también es patria, que crea tejido para sustentar una sociedad. Empobrecidos, porque ya no son necesarios, porque a los millonarios, se les premia con más obsceno dinero en cantidad, mientras ellos vagan, pensando que fueron utiles fuera y en su patria, lo serán más.
Desde la balconada, asisten deshumanizados, los que utilizan las pomposas palabras: patria, dios, bandera; unos poderosos, otros arribistas; unos adinerados, otros mendicantes en sus mesas que se pavonean siendo nada. Desde las alturas, unos endiosados, por tanto, impólutos; otros, melifluos pero aceptando la violencia, para no salir de su status, mandan impasibles, a hordas embrutecidas para mantener su orden. Unos son billys que muerden por el placer de la violencia ejercida con los tuls de los trapos al viento, sanadores; otros son fieles cumplidores de unas leyes creadas desde unas bancadas, tomadas por ratas; algunos, levantándose de su montura, observan como los ejecutores, cegados, toman por enemigos, a su propia casaca; les llaman, les exhortan a ser personas pero se envilecieron cuando olvidaron servir al ser humano, para ser siervos de los poderosos que les hipnotizan con sangre. Peterloo es el desastre tras la victoria. Las élites beneficiadas por guerras exteriores, ganan la batalla que tienen contra sus conciudadanos que piensan, pero cae de rodillas la creación de una sociedad más equitativa, más humana.
Y a lo lejos, muy lejos, el sinsentido de un reinado. Los ojos pérdidos de un joven aterrados por tantas violencias, ante los ojos acuosos de yoguis que compadrean en carrozas, calabazas por pudrirse
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