Un día cualquiera, tengo que acudir a votar entre enemigos si no les sigues el rollo, entre compañeros dicen de forma pomposa; te engullen, dándote palmadas en la espalda, en donde percibes el roce aviso de sus puños americanos.
Estoy feliz; por fín percibo una casa común, un sitio sin habitaciones donde parece arreglarse todo lo que tú intuyes. Un día, me arrobo porque me llaman para pasar con ellos un día electo dirigido. Algo que les dije que no me gustaba. Me dicen, no te preocupes vas a estar en un salón pasivo, dónde tú, vas a estar varado y alrededor los vuelos, ansias, y mentes agradecidas de esputarán rabia. Yo, inocente, escuchaba un segundo. Al segundo, ya eterno segundo, mi rabia crece, quizás hacia alguien que pagaba deudas, sin dignidad.
Baila, me dicen una y otra vez, cuando les miro con envidia por todo el glamour con el que salen en la tele. Y yo me digo, es lo que he descubierto que quiero, bailar, les haré caso, como otras veces; realmente, como cada vez menos.
Me acerco a su pista de baile, no me gustan las muchas masas alienadas, y bueno, están más acostumbradas y por tanto, aliño mi torpeza con algún pisotón. ¿Fuerte?, no, intento ir ingrávido entre todos esos personajes, cha, chu, che, tan, tan próximos. Pero empiezan a recelar porque los hago con una cierta reiteración que, por fuer de repetir, les parece si no sorpechosa, si; signo de que quizás no merezca mucha atención.
Me he sentado, a descansar, a disimular tanto traspié y vaya oigo como en un susurro de un corrillo de los que siempre están ahí. (¿Por qué aguantan? de lo que viven); lo inconveniente de mi presencia por mi falta de pericia, por mi falta de cosas a entregar en expectativa, por ser difuso, porque casí piensan que no existo. Ellos...
Me vuelven a invitar, por haberles reprendido, su poco tacto:
No gracias, bailad, málditos, bailad; no es mi tema,
su destino
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