Llega un irácundo vendedor, entre las luces bañada por la humedad de días primaverales; rebosan árboles, flores, sonidos de nuevas vidas, alegría en el azul surcado por aves, afanadas en cuidar sus retoños, en vislumbrar posibles espacios para el reposo o para el alimento demandado.
A lo lejos, entre torres de un damero de fichas talladas y coloreadas para marcar diferencias que pensaron dueños y guiadores ya amaestrados, se desperezan servidores del dinero, empozoñando con su hiel pegajosa y luminosa que atrae a seres lacayos de los mínimos pero Absolutos; suspendida su capacidad para encontrar entre la basura apesebrada, caminos que vieran orígenes, razones, datos, culpas ajenas y probablemente propias, tan apetentes estamos también de ser reconocidos aún en nuestros nímios Poderes y nunca avisados de nuestros errores marcadores de por vida.
Allí, en aquel lejano y volátil espacio, cogen las ropas que perfurman su hediondo mensaje para cloroformar con las suficientes bajezas que les encumbraron o buscan ser encumbrados. Dispuestos parten para ser los happis, siempre irresponsables de cualquier suceso no claro o duro. Antiguos déspotas o tiranos, jamás llegaron ni tan siquiera a intuir, no ya a soñar, que masas aborregadas por suntuosas bagatelas e irresponsables caminos hacía abismos de difícil salidas, se entregarán de una formas tan sumisa, a esos mensajes que en lo más íntimo, ellos reconocían mezquinos, miseros, y lo más cruel, faltos del más mínimo afecto hacía las hordas
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