En primavera, me suceden cosas curiosas. Mira que quiero pagar impuestos para que la sociedad sea más igualitaria, pero debe haber algo en mi interior que se rebela y me impulsa a comprar una tableta de chocolate de mucha pureza. Con la ingesta de una pequeña onza, me relajo.
Nunca puedo disfrutar de la totalidad, cuando estoy pagando en el supermercado, siempre desaparece. Y quedo desconcertado por un rato. Quiero reclamar a la persona empleada, pero me dice que llame a un lugar especial para mí, que me atenderán de maravilla. Nadie lo coje.
Siempre, me enojo pero debo seguir adelante, es la vida, me digo, aún mosca. Salgo por la puerta. Allí, siempre él mismo personaje, elegante, año tras año, un ser angelical, pulcro, me ofrece dos onzas de ese chocolate que tanto me gusta, que tanto me relaja. Me lo da en una presentación única, exclusiva, como para hacernos sentir a cada uno especial. Le miro, cómo coincidiremos siempre en la misma época, será un ser migratorio de temporada, me pregunto.
Acepto las dos onzas, algo me relajaré, pienso, me conformo. Cómo no agradecérsela, su generosidad, cuando daba todo por perdido: ese olor, ese paladar en un abismo de sensaciones
Pisando el suelo, mejor dicho, casi levitando, percibo a ese ser como flotando en un plato de mil colores, espléndido, único. Y de su aliento, me llega la memoria del cacao
Ese hombre, ese platillo del color del envoltorio de mi chocolate y esas onzas pérdidas, a las que pareciera que debiera renunciar
Y de repente, como si un momento de lucidez me atrapara, pienso: y si ese hombre de ahí fuera, ........ no sólo fuera quien me da, sino también quien me quita.
Siga, siga, por favor está entorperciendo el paso de los clientes.
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