Entre en casa abrumado cuando el cielo destripaba sobre la tierra. Al principio me embriagué del calor orangino pero un torpe tropiezo abriría el abismo, al girarme ví como la luna era seccionada con una liviana cuchilla que oculó la bilis costrando el primer color, supuraba la oronda nocturna por otra hendidura, aplasté mi infantil entusiasmo entre las cárcavas nacidas en la pútrida sangre. Reposé y creyéndome ya inmune me dispuse a salir.
Al dar el primer paso, apareció el asaetador silencio; sólo, mecido por luciérnagas errantes, emprendí el ascenso guiado entre cortantes vientos, dientes con dagas trituraban diminutos osados seres que ignoraron el can guardián del averno. Heces del último estertor provocaban mi temblor aún corriendo. Pisé, oyeron un crujido. Anunciaron la violenta rotura de una ramita, sólo yo sabía que había astillado un errático hueso.
Subieron olores que me acompañarían todo el trayecto, ahogándome en la soledad la huída de las exquisitas luciérnagas.
Se estrecho el camino, hasta convertirse en uñas que rasgaban costuras, paladeando la impóluta piel. Cercanos matorrales aclamaban mi indefensión. La inclinación cercenó mis depósitos y ahogó mi avance. Coroné con el agrio sabor de la espuma que expulsaba.
Alumbré un desvencijado edificio, iluminados seres, clavaron sus desorbitados ojos, suplicando salida. Silbaban figuras desgarradas, asidas a sus propios barrotes. Desbocados latidos rasgaban mi pecho, caí, avancé, arrastrándome besé el suelo que aún me sujetaba, no seguro del inmediato paso. Arriba el sonido se agarraba, a mis escasos pelos, a orejas, a la boca, desde allí era taladrado mi cerebro entre ecos lejanos de los de los lazarillos, huérfanos de crispadas vidas ya en vertiginosos trayectos .
Al fin, vislumbré el tobogán, mi relajación clamó piedad ante las piedras que labraron mis pasos y mis piernas. Oí el agua, la luz de frontal buscó el cauce, ahora rojo, del líquido que traspasaban mis, ya, humedecidos pies. Un escalofrío traspaso mi sudor y ya un frío eternal me acompañaría hasta el final de la carrera.
Sayas silenciosas arrastraban chirridos en cadenas de celestes caídas. Salíamos de dantescos círculos mecidos en aullidos.
Acompasados los últimos pasos, ante la visión de torres lucíferas, la tétrica oscuridad nos atenazaba con retazos de lana de desgarrados balidos suplicantes.
Ya sólo quedaba la última colina, llena de fosos donde sabandijas, culebras y escorpiones esperaban pasos perdidos. Si ya algún ánima se sentía a salvo, el descenso invitaba al chasquido de huesos quebrados, dientes furtivos en bocas desencajadas.
Sólo un puente y la luz. ¿Sólo? Dioses iluminando vías lácteas terrestres, acribillarían con meteóricas y cométicos castigos las ya exánimes y putrefactas vísceras que inabarcables instantes después serían ingeridas por los espíritus de los ya extintos seres.
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